Mi abuelo, Marco Tulio Gutierrez Arenales, falleció el 25 de agosto. En todas las familias hay pilares centrales, pilares de amor, de silencio o pilares laberinticos. Mi abuelo era de esos hombres que se mantenían callados y que montaban conversaciones solo en la intimidad del sofá, lejos de todos los demás. Él era el pilar que, por algún camino extraño del corazón, siempre llevaba los conflictos de esta familia a un silencio, a una paz debilitada por el tiempo.
La relación que tiene un nieto con su abuelo es de una naturaleza extraña. Esa conexión es un punto de encuentro entro lo nuevo y lo viejo, entre el parto y el entierro, entre la violencia y el cansancio. La relación que tuve con mi abuelo era todo eso y algo más: era una brújula tácita, la construcción de un ídolo. Mi infancia tuvo sentido porque estaban mis abuelos. Las largas charlas de mi abuelo junto con los mimos de mi abuela fueron el oasis inalterable entre la orquesta caótica que era todo lo demás. Crecí viendo a mis abuelos como un ideal de amor y compañía. Crecí escuchando a mi abuelo como antes se escuchaba a los héroes.
Con el tiempo, me empecé a meter en su biblioteca a buscar libros. Allí él se sentaba y me declamaba los poemas que escribió en su juventud. Luego, me pasaba libros de Darío o de José Batres Montúfar y se iba. Después, me empecé a esconder en las repisas altas: en sus libros complejos, en los libros que desmiembran a la historia para comprenderla. Si hoy soy algo parecido a un escritor, es porque mi abuelo, en sus entrañas más profundas, siempre quiso serlo. Él siempre buscó la palabra en cada paso descalzo que dio desde Itzapa hasta la alameda de Chimaltenango para ir a la escuela. Cada palabra que yo escriba es la trascendencia de su sueño, de su voz, de su rostro. Mi poesía es su poesía. Mi sangre hecha palabra, es la continuación de su sangre.
Al crecer, me di cuenta de que mi abuelo no solo era una clase de héroe en mi imaginario. La historia se fue armando y conocí al hombre detrás de la inmarcesible ternura: fundador de la Asociación de Servicios Comunitarios de Salud (ASECSA), organización que, ante todo, vela por las inequidades entre hombres, mujeres y etnias en el país. Una organización que en su columna central existe el enorme ideal de mi abuelo: una interminable libertad acompañada de una igualdad inquebrantable.
Yo no creo en algo después de la muerte. El hombre no es más que la magnifica vida que ocupa su espacio. No hay algo más allá de la violenta consciencia, del intelecto, de esa consecuencia tan extraña que es el hombre. Por eso, la muerte es el fin de todo lo que un hombre pudo haber sido. Ya no hay mañana, ni trascendencia, ni vida. Ver el ataúd de mi abuelo es esa conexión entre el parto y el entierro: es recordar que él fue quien escogió mi nombre-el nombre de su padre, mi bisabuelo-, es recordar las comidas que compartimos juntos, nuestros silencios, nuestros reflejos. Con mi abuelo compartimos rostros parecidos y hasta la misma estatura. Verlo irse fue, de cierta forma, verme irme, ver partir lo que yo hubiera querido ser. Él no era un padre al que estoy obligado a negar, él era una extensión de mi historia que respiraba para dejar un aliento de pertenencia, un legado, un apellido firme y orgulloso. Estar a la altura de mi abuelo, implica estar a la altura de la contradicción que somos.
Brindar a la vida de un final, me da cierta fortaleza frente al desapego. Pero también deja una responsabilidad que debo cumplir: el no dejar que todo muera. Las personas mueren verdaderamente cuando uno las deja morir. Mi abuelo trazó caminos de rebeldía, de entrega, de vitalidad y amor. Esos caminos son de él y mi abuela, Marta. Mi abuelo fue transgresor en muchas cosas en su época: motivó a mi abuela a sacar el bachillerato y a entrar a la universidad. Solo porque la gloriosa Autoridá de este país en tiempos de guerra forzó a mi abuelo a salir exiliado mi abuela no terminó sus estudios, siendo la mejor de su clase. Esa rebeldía, ese amor y, sobre todo, la coherencia a la hora de repensar las cosas son los caminos que debo de recorrer para que mi abuelo viva mientras yo viva, para que viva en todo lo que nazca de mí. Puedo afirmar que mi abuelo no hubiera sido lo que fue sin el roble inamovible, sin la mujer incansable que tuvo a su lado. Una mujer que, al igual que él, salió victoriosa frente a su historia.
Desde que tengo memoria mi abuelo siempre se despedía de mí con la gran frase del Che: Hasta la victoria siempre. Una frase que invita a vivir por la utopía de la victoria, porque el hombre no lucha contra un enemigo. Cada guerra, cada injusticia, cada ideal que perece es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Un día, conversando con mi abuelo, como buen joven irreverente le dije: el problema de la izquierda del siglo XX es que estuvo fundamentada sobre una utopía. Sus principios son algo contradictorio y hay que repensarlo. Sí, mijo, me respondió mi abuelo, lo sé, pero son mis sueños y no puedo abandonarlos. Nos vimos y el quería llorar. No por mi comentario, sino porque en verdad el necesitaba sus sueños y, poco a poco, los vio desvanecerse.
Mi abuelo falleció después de tener un accidente automovilístico. Acababa de tomar atol con mi abuela. Murió moviéndose, como él hubiese querido, porque mi abuelo nunca se iba a dejar matar por el tiempo. Murió después de enfrentar la cotidianidad con la persona que más amaba, como si los días fuesen eternos. En cada gloria que he tenido en mi vida ellos han estado, como un ojo fijo que me observa desde el pasado. Estuvieron en el lanzamiento de mis libros, en las entregas de premios, cuando subí al ring a medirme con los puños, cuando me senté frente al tablero de ajedrez, cuando tuve mi primer trabajo y cuando llegué a mi último año de universidad. Lo nuevo y lo viejo se fusionaron entre él y yo. Ver a mi padre con orgullo era ver a mi abuelo, porque él ha seguido los caminos de la coherencia de mi abuelo. Mi abuelo fortaleció la espalda de mi padre y, entre sus músculos y pesos, le han dado fuerza a la mía. Yo he crecido tras sus pasos, tras sus sueños incumplidos por la frialdad de la vida y de la historia frente a los grandes hombres.
Cada sueño que tenga, abuelo, es uno tuyo, pero de otra forma. Cada palabra que escriba, abuelo, es una tuya, pero con otra forma. Cada paso que dé, abuelo, es intentado seguir el camino que tu seguiste. Voy a ser rebelde, abuelo, porque desde la rebeldía pensaste y solo así se puede pensar.
No te vas a morir nunca, porque llevo el nombre de tu padre, porque fuiste vos quien me señaló y dijo que me llamaba Marcos. No vas a morir nunca abuelo, porque somos gente de lucha.
Hasta la victoria siempre.