Pintura: La fusión de dos culturas por Jorge González Camarena
La raza huérfana
Patria, identidad, nacionalismo: ¿qué significan estas palabras en México, vale decir, para los mexicanos? Es más, ¿qué es lo mexicano? En las siguientes tres entregas –La raza huérfana, El peligroso camino hacia uno mismo y El ocaso del nacionalismo– trataremos de dar respuesta a esa pregunta con la ayuda de pensadores como Alfonso Reyes, Edmundo O’ Gorman y Octavio Paz.
En El laberinto de la soledad, Paz afirma que para los europeos: “México es un país al margen de la historia universal. Y todo lo que se encuentra alejado del centro de la sociedad aparece como extraño e impenetrable”. Y es verdad, Latinoamérica continúa siendo un verdadero misterio para el resto del mundo.
Pero concentrémonos en México. Hasta ahora, muchos estudios se han realizado, mucho se ha dicho ya en torno al origen de la cultura mexicana, mexicana, que no nuevo-española ni tampoco azteca y/o india.
Estoy de acuerdo con O’ Gorman en cuanto a que el proyecto y la consumación del espíritu europeo renacentista –luego de la llegada azarosa, accidental de Colón– fue tratar de hacer de América, diamante en bruto, una nueva Europa: un espejo al otro lado del mar en el que pudieran verse reflejados.
Para lograr tales efectos, siguiendo el argumento de O’ Gorman, había sólo dos posibilidades; o bien ajustar la pintura al marco, o bien ajustar el marco a la pintura. Es decir, que una opción era ajustar, esto es, someter a esa nueva sociedad al modelo político, social, religioso, etcétera, de Europa; o, por el contrario, ajustar dicho modelo al muy particular contexto de las comunidades locales.
En México, y en todo Latinoamérica –desafortunadamente– se aplicó el primer método. En la América sajona, en cambio, se aplicó el segundo. He ahí, me parece, el comienzo de las diferencias socio-políticas –entre otras– que existen entre los países del norte y los del sur del nuevo continente. México, sin embargo, es un caso especial, y no sólo por su ubicación geográfica.
La Conquista de México fue, sobre todo, una conquista religiosa, lo cual vino irremediablemente a trastocar el ser y el mundo de los indios –que no mexicanos, insisto. Ese mundo se convirtió en otro, no tanto en el momento en que trataron de imponerles otro orden social y político, sino en el momento en que les fueron dadas nuevas deidades. Esto implicaba darles a los habitantes un nuevo, y radicalmente distinto, origen.
Los indios dejaron de concebirse como hijos de dioses cósmicos y poco a poco comenzaron a comprenderse como parte de un nuevo ordenamiento divino, del cual despuntan Cristo, pero ante todo la Virgen de Guadalupe.
Efectivamente, el mexicano no es hijo de dioses cósmicos, pues no es el indio precortesiano; tampoco es, sin embargo, el español que decidió radicar en la Nueva España. El mexicano es producto de la traición: porque el origen del ser-mexicano, se encuentra en la relación que Doña Marina sostuvo con Hernán Cortés.
De ahí que Paz sugiera que el carácter cerrado del mexicano, su soledad, provenga de un cierto resentimiento para con su pasado; pareciera que en su imaginario –muy en lo profundo– le sigue afectando saberse producto de esa traición. Así, el mexicano es huérfano, no tiene padre ni madre. O bueno, sí los tiene, pero los niega.[i]
A esa orfandad se debe la tan amplia y rápida adopción de esa nueva religión, ese nuevo origen. El mexicano, huérfano por elección, prefirió adoptar y reconocer a la Virgen de Guadalupe como su madre y arrojar al olvido a la verdadera, doña Malinche. Prueba de ese enojo latente con el pasado, es la proliferación de la idea del malinchismo. Doña Marina se convirtió en el símbolo de la traición, de la entrega y la sumisión.
Curioso es, por otra parte, que el mexicano, tan devoto y receloso de su madre, haya negado a la madre de la que proviene. De modo que la Virgen se volvió el consuelo de esa nueva raza huérfana, sola.
La conversión al catolicismo hizo que México comenzara a hacerse de un lugar en la historia universal, ese fue el primer paso. Porque si bien se les concedía a las culturas precortesianas ser sociedades bastante complejas en varios aspectos, no se les dignificaba tanto en la medida en que habían estado viviendo al margen o a la sombra de la pasión de Cristo o, si se prefiere, del Evangelio.
Así pues, una vez concretada la Conquista y, por tanto, la evangelización, los mexicanos comenzaron el viaje en busca de sí mismos. Y a pesar de que concuerdo con O’ Gorman en cuanto a las pretensiones que tenían los europeos para con América, no lo estoy con respecto a que éstos la hayan inventado. Pues, en todo caso, América se inventó a sí misma.
En El peligroso camino hacia uno mismo –la siguiente entrega– analizaremos esa última afirmación.
[i] [i] Cfr. Paz, Octavio, El laberinto de la soledad. Posdata. Vuelta al laberinto de la soledad, México, FCE, 2015. pág. 114.