Hemos creado al hombre de barro, de arcilla moldeable.
Antes, del fuego ardiente habíamos creado a los genios.
Corán, 15, 26-27
Avanzo bajo la luz de la luna decidido a encontrar una vasija que nadie ha visto nunca. Si nuestra carne está hecha de arcilla, como cuentan las leyendas, mis manos se encontraran con la vasija que está hecha con las cenizas del primer hombre; una extraña vasija finita como los días que guarda en su interior un contenido infinito.
Mi abuelo me contó muchas historias sobre aquel codiciado objeto. Me he repetido tantas veces sus palabras, que puedo escucharlas como si el viento las pronunciara. Se sentaba al calor del fuego en noches como ésta —cuando nos deteníamos para que lo camellos descansaran—, y me decía, en el desierto de Rub al-Jali hay una ciudad perdida.
Dicen que la ciudad es tan grande que en su interior hay un desierto y en él una prisión que aloja a los hombres que han cometido los crímenes más ruines e infames sobre la tierra. No hay barreras ni cerraduras; ni barrotes ni muros como los de esta prisión que está construida de lo único que el hombre no puede destruir—que puede ser al mismo tiempo tormento y libertad—, está hecha de soledad.
Los muros de la prisión tiene el poder de someter a los hombres a la soledad para que pierdan la voluntad de vivir; cuando la han perdido olvidan que un día morirán. Entre los prisioneros, hay uno que ha encontrado la manera de evadir el tormento recordándose a diario que morirá. En su celda, que es idéntica a todas las celdas —un cuarto de cuatro codos de largo, cuatro de ancho y cuatro de alto—, primero lo agredió el insomnio. Tras superarlo, se resignó a dormir con la esperanza de no despertar.
La primera noche que pudo hacerlo, soñó con una vasija y un genio que salía de su interior —la tradición los llama ifrit—. Éste, tenía un poder ilimitado y era tan generoso que le prometió la muerte. Tras escuchar el ofrecimiento, despertó emocionado y con la incomodidad de saberse emocionado con el sueño y con la idea de alcanzar la muerte. Lo soñó una segunda noche.
En ella, le pedía al ifrit que le concediera la sabiduría. Aquel se la prometió y para cumplir su juramento, primero destruyó en el hombre toda esperanza; después sembró la duda en su vida y lo encadenó a un espejo que ningún hombre podría destruir. Aunque los sueños eran perturbadores, lo distraían del destino al que estaban encadenados sus días. Dejó de resignarse al sueño y lo admitió; por las noches hasta procuraba encontrarlo. Aquello era lo que lo distinguía de los demás prisioneros.
Empezó a contar las noches. Una, en particular —la 149—, conoció el asombro que no pueden describir las palabras. En el sueño, caminaba libremente entre los pasillos de un palacio de marfil hasta encontrar una habitación donde vivía una musa de belleza indescriptible y voz cautivadora, que le cantaba al oído las maravillas que les están ocultas a los hombres, entre ellas, que los ifrit son fruto de la semilla de Iblís; que sus grilletes están hechos de fuego; los de los hombres de tiempo; le reveló que Maynumn, era el nombre del ifrit que había soñado tantas noches, y que como todos, era esclavo de su libertad.
La musa le contó que para Maynumn, la inmortalidad no era tan amarga como saberse solo en el encierro al que lo sometía la vasija. Le reveló que no era la soledad la que lo que lo atormentaba, sino estar consigo mismo.
Aquello era tan insoportable que aprendió a separar de él todo aquello que no toleraba; pero como no lo podía tocar, lo guardaba en alguna parte de su cuerpo, como por ejemplo, una costilla, y esperaba a que el dolor fuera tan grande para poder mutilarla y dividirla en fragmentos que encerraba en vasijas que tenían un sello de plomo con la letra interminable. Un día, cansado del destino al que estaban encadenados sus días, miró dentro de una de las vasijas y se reconoció.
Todo aquello que no toleraba de sí, existía dentro de la vasija como un ser de fuego hecho a su imagen y semejanza de las cenizas de sus propios fragmentos que se atormentarse con su inmortalidad. Lo vio repetir el mismo procedimiento que concluía con sus fragmentos en vasijas que tenían un sello de plomo con la letra interminable. Entendió que el universo también era una vasija.
A Maynumn, como a todos los ifrit, lo libero saber que era prisionero de sus circunstancias —su carácter divino se lo otorgó el conocimiento de esta cualidad que los hombres aún ignoran—, y en lugar de tinta, escribió su historia con tiempo para aprisionar a los hombres a su lectura.
Así, entre los muros del palacio de marfil, la musa dejó de cantar las maravillas que les están ocultas a los hombres y el silencio de sus labios mató al hombre que la soñaba. Entonces despertó en su celda, que era idéntica a todas las demás —un cuarto de cuatro codos de largo, cuatro de ancho y cuatro de alto—. Pensó que todos los hombres que sueñan con la muerte, la confunden o la imaginan como un despertar.
Los sueños de aquel hombre continuaron durante mil noches hasta que llegó la noche de su muerte. Lo supo porque vio que los días se desmoronaban como la arcilla. Lo supo —y fue liberador—, porque se había descubierto prisionero del sueño y la vigilia, de la vida, que era una vasija hecha de tiempo.
Entonces mi abuelo callaba y tomaba un poco de arena y la ponía sobre mi mano. Nunca entendí qué trataba de decirme. Ahora que lo pienso, mi tarea —como el desierto—, es interminable. Bajo la luz de la luna, comprendo que no encontraré la vasija que soñó un hombre en algún lugar del desierto de Rub al-Jali. Comprendo que yo, como todos los hombres, soy la ciudad perdida; soy la vasija. Creo que un griego de Atenas o de Egina —no lo recuerdo con exactitud—, ya lo había dicho.