Hoy en día puede resultar agobiante ya ni siquiera intentar, sino pretender el intento de crear contenido artístico en el contexto de las redes sociales. Desde compartir una publicación que sólo sea un micropoema, hasta un video del proceso de diseño, ahora pareciera que si deseas crear arte, es imperativo anunciarlo.
Así me encontré en una transición curiosa hace años, luego de descubrir -inicialmente en Youtube, y posteriormente en Instagram- el universo de creadores digitales dedicados en específico a la composición de mandalas: en el clásico papel, en paredes, tazas, camisetas, aretes, tatuajes, mediante acuarelas, plumones permanentes, plumas profesionales, tinteros, sprays, lápices, tablets y hasta en medios efímeros como la arena o gises.
La mandala ciertamente no es una concepción nueva o joven; aunque hoy en día es más sencillo decir que son esos dibujos que ves en un estudio de yoga o en tatuajes ornamentales, esta composición de patrones generalmente concéntricos y expansivos, como representación simultánea del macro y microcosmos, es la muestra clara de que pensar un universo es plasmar el infinito; y, sin embargo, también nos habla de finitud, porque resulta complicado abarcar lo que no tiene límites.
A mi universo comencé a incluirle las mandalas desde hace bastantes años; quizás una transición natural de mis garabatos de la preadolescencia, que podían iniciar en la esquina de la tarea de español y terminar en mi antebrazo (como las mandalas que actualmente me acompañan por medio de tinta más permanente); no obstante, dar el salto a intentar ser partícipe de la comunidad digital, de compartir mis propias creaciones, me llevó a la abrumadora sensación que artistas de mayor rango se han enfrentado desde hace poco: ¿Cómo compartir lo que te apasiona, lo que te gusta crear, pero luego no sentir que algo te falta cuando notas la ausencia de vistas, de likes? ¿Cómo evitar las comparaciones? ¿Cómo mantener el ímpetu por trabajar a tu propio ritmo, sin pensar en que olvidaste anunciarlo, que olvidaste grabar tal o cual paso?
Pocas veces he compartido mi arte para su venta, transacción o publicación. Me he dedicado a diseñar mandalas cada que se me antoja, incluso pausando su elaboración por meses. En una ocasión participé en un mercado itinerante y me sentí feliz de que personas desconocidas tomaran la decisión de adquirir varios de mis productos. En otras, he enviado mis diseños para ser parte del contenido de revistas digitales. Otra ocasión fui invitada a realizar una mandala temporal en el Instituto para la Juventud en Tijuana. El año pasado estuve a punto de pintar un mural en un nuevo Caffenio. Y precisamente hace un año realicé la gran aventura de pintar una botella de fibra de vidrio, de 2.8 metros de altura, como parte de la convocatorio del Consejo de Desarrollo de Tijuana; basta decir que nunca había pintado en una obra tridimensional y fue todo un reto en el que antes, durante y después me llené de dudas. ¿Quién decide aceptar la propuesta de alguien que sólo diseña mandalas? ¿Quién tiene el antojo de pujar en la subasta por esa obra artística?
La susodicha en cuestión actualmente se encuentra en una bodega para catas en Valle de Guadalupe, zona vitivinícola de Ensenada; y eso sólo me recuerda que si bien la validación externa y la reflexión de la obra por parte de otros es un factor que da peso, sea en la pintura, literatura, actuación, canto o demás áreas, también es crucial reconocerse y autovalidarse como artistas, incluso en este nicho tan atípico.
La comunidad de mandalas no es tan notoria en países hispanoamericanos; hoy en día, como en tantas prácticas, su lenguaje principal es el inglés. Pero a pesar de ello, el idioma no resulta una barrera para poder identificarme con otros creadores, y agradecerles también a aquellas cuentas que, a pesar de su estatus, emplean su alcance para incluir a más personas y hacerme sentir que también puedo lograr el diseño que me proponga.