Resulta muy fácil decir que hay una frontera entre el mundo real y el del arte. Lo difícil aparece al tratar de precisarla; ante el obstáculo, el facilismo aconseja volver al juego de encontrar las diferencias entre ambos mundos y suponer que suceden muchas cosas en esa franja, establecida por las instituciones culturales en sentido amplio y a menudo confundida con la de la institucionalidad en sentido restringido, marcada por la burocracia responsable de la promoción y la enseñanza artística pública.
Otra manera de ver el asunto consiste en considerar el mundo del arte como parte del mundo real, junto con nuestros deseos y fantasías. Y disfrutar la experiencia artística sin maltratar nuestro espíritu. Pero eso no sirve para entender actividades que tradicionalmente han sido consideradas un fin en sí mismas y que autores como George Yúdice ven también como un recurso para construir identidades y expresiones simbólicas, lo cual les da una utilidad cultural, aunque esto resulta incomprensible para quienes asocian lo útil con el lucro y se aferran con Nuccio Ordine a la idea del arte y de la cultura como algo inútil.
Según George Dickie, además de los artistas y los organismos públicos, el arte como institución comprende el trabajo de críticos, coleccionistas, galerías privadas, académicos y públicos, quienes atribuyen valor artístico a las obras. Tal vez ocurre algo así en ciertos países desarrollados. Entre nosotros, la escasez o ausencia de crítica literaria y de arte, evidente en el predominio de los acercamientos entusiastas e informados pero frecuentemente individualistas a obras y servicios, deja la orientación de las disciplinas en manos de la mercadotecnia, para la que importan más las ventas que la comprensión y disfrute de esas obras y servicios. El mercado del arte está compuesto de minorías con poder adquisitivo para comprar cuadros o libros y tiempo libre para disfrutar de una función de teatro. Por otro lado, el limitado número de lectores de las investigaciones académicas sobre arte reduce sus posibles hallazgos y aciertos a una especie de claves secretas para iniciados. En cambio, la diversidad de públicos ha enriquecido la oferta de servicios y productos culturales, adecuándola a nuevos contenidos, formas de consumo y apropiación.
Sociedades como la nuestra, pobres en mediaciones entre las instancias del poder y la vida colectiva, perciben las decisiones de los poderosos como arbitrarias, pues sienten que no toman en cuenta sus necesidades, especialmente las culturales. Por otra parte, la implementación de la consigna de estrechar distancias entre el mundo cotidiano y el de la cultura artística lleva a las instituciones a evaluarse por la cantidad de personas atendidas, bajo el supuesto de que algún día ese abismo se cerrará con grandes cantidades de público en los espacios consagrados. Y alegremente difunden cifras de población atendida, sin importar qué tanto ese público aprecia y por tanto le atribuye valor a lo que se les ofrece. Los números tienen importancia, pero no ayudan a explicar las relaciones entre los involucrados en la experiencia artística. Y más bien confunden los ámbitos institucionales.
Una manera de otorgar valor a las expresiones artísticas consiste en organizar concursos y premiar a los mejores según unos jueces nombrados por los organizadores. Sin embargo, con el tiempo el valor de las obras pasa a segundo término. Lo importante se encuentra en el concurso y, más aún, en la institución organizadora.
Dos premios ilustran ejemplarmente esta usurpación de la artisticidad por la oficialidad desde las instituciones públicas: el Encuentro de Arte Joven y el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes, los cuales han cambiado de nombre varias veces y han influido de manera importante en el mundo del arte y de la poesía. Los organiza la Secretaría de Cultura, el Instituto Cultural de Aguascalientes y, en el caso de Arte Joven, el Patronato de la Feria Nacional de San Marcos y hace tiempo Cigarrera La Moderna.
Cada año, la ceremonia de premiación constituye una oportunidad de ponderar los concursos, por la cantidad de dinero que se entrega, por su longevidad, por el prestigio de los jueces y por la calidad de las obras premiadas en años anteriores. Así, aunque en las actas del jurado de poesía, por ejemplo, se mencionan algunos elementos del libro ganador, tiene más peso en la definición de la importancia del certamen lo externo a la obra que la obra misma. Por eso, la opinión de que un premio no garantiza la calidad de una obra se ha generalizado entre poetas y artistas. Sobre todo cuando se premian trabajos que no resisten el juicio del tiempo.
Y a la frontera entre el mundo del arte y el mundo real se suma una barrera entre esos mundos y el mundo oficial, donde no hay conflictos ni contradicciones y todo fluye en armonía. La institución oficial usurpa el lugar de la institución artística, atribuyéndose la unidad a la que aspiran las obras.