La vida de Hirayama consiste en levantarse temprano, cuidar de sus plantas, prepararse para ir a trabajar limpiando baños públicos en Tokio, comer por la tarde, volver a casa al anochecer y leer antes de dormir. Sobre esta rutina, Wim Wenders elabora una historia con pequeñas variaciones que van armando un tapiz rico en detalles. En este sentido, me parece que la complejidad de la película no se encuentra en los descubrimientos que se puedan hacer sobre la trama, sino en el conjunto de sus elementos que resuenan en armonía. La película inicia después de la tormenta: cuando los hechos dramáticos que llevaron al protagonista hasta su condición actual ya concluyeron. No es el típico in media res que abunda en el cine, ni mucho menos el inexistente ab ovo, sino más bien una especie de in extremis. Lo que debía pasar ha pasado y ahora al protagonista solo le queda mantener la rutina para conseguir alguna especie de normalidad. En esa normalidad es donde Wenders encuentra belleza, a partir de la música, las imágenes, los libros, los sueños, las plantas, las fotos, los juegos, los edificios, los atardeceres, la comida, las anécdotras, en fin, lo que muchas veces (y aquí se me perdonará que use el nosotros) nos recuerda nuestra humanidad.
Hay una escena en los últimos minutos, en la que Hirayama va al restaurante donde suele comer, pero lo encuentra cerrado. Decide esperar al otro lado de la calle hasta que abra. Pasados unos minutos llega la dueña junto con un hombre. Hirayama va a la puerta, pero encuentra a la mujer y al hombre en un abrazo. Temeroso de haber irrumpido en la intimidad ajena se va rápido de allí. Pasa a un konbini, se compra una caja de cigarros y algunas cervezas de lata. Camina hasta un puente desde donde se ve un río y parte de la ciudad. Se sienta a beber y a fumar (bendito Japón donde no es ilegal tomar cerveza en la vía pública). Poco después, el hombre que estaba en el restaurante llega y comienza a platicar con Hirayama. La charla los lleva al juego, a perseguirse con sus sombras. Ríen. Comparten un chispazo de vida. La fuerza de lo cotidiano adquiere un matiz doloroso en esta escena por la carga emocional de los dos personajes que entra en colisión mientras sonríen, divertidos. La belleza nace de esta colisión y Wenders la usa como un preámbulo para el final. De momentos así está llena la película. Su fuerza radica en este modo de armarse a partir de lo que parece anodino, intrascendente, para hacer evidente la ausencia, la borradura en la superficie del mundo.