Una manifestación, una marcha, una ciudad, una decisión, un solo sentimiento: la creencia en la superioridad de la diferencia. La ignorancia vive y se mueve en nuestras calles, nuestras supersticiones siguen marcadas en nuestro espíritu y las leyendas dejaron de ser algunos cuentos.
Monstruos que pensamos haber sepultado siguen latiendo aun después de diez metros de tiempo. Nuestros “Cthulhus” personales siguen despiertos, invocando nuestros más profundos terrores. Un maniqueísmo que sigue tiñendo un ellos contra nosotros. El racismo acompaña a nuestras vocales, a nuestras letras, nuestras miradas y a nuestro corazón. Es un viaje del cual nos cuesta regresar, una vuelta al mar de la irracionalidad.
Y podrás preguntarme, ¿pero vivimos en un mundo mejor que hace 100 años? Y yo te podría contestar que sí, mas es algo que sigue como un tigre enjaulado, está mejor encerrado solo viéndolo y riéndonos de él, pero sácalo de su jaula para ver qué puede pasar. Y hace poco fue liberado: una gran marcha fue convocada en un parque de Charlottesville, Virgina. Esta era oficialmente para protestar por el intento de quitar de la ciudad una estatua de su héroe el general confederado Robert E. Lee, pero extraoficialmente era parte de una demostración de su fuerza y unidad de un movimiento heterogéneo que pretende “recuperar América para los blancos” y “no dejarse avasallar”.
El resultado de esto: tres muertos y más de 20 heridos, un atropello masivo y un helicóptero estrellado. Y esto pasó en pleno siglo XXI, ¿dónde quedó toda nuestra ciencia y conocimiento? Está escondida en una máscara de ignorancia; en un traje que nos impide ver al otro, ver que al final de todos nuestros colores, nuestras formas, nuestras costumbres, nuestro color de ojos, solo somos un par de huesos y carne que se terminaran muriendo.
Nos impiden enfatizar lo verdaderamente importante: nuestras diferencias no nos hacen mejores ni peores, solo somos seres que coincidimos en este pequeño lugar del universo, en este pálido punto azul.
Cada vez que nos vemos superiores debemos ver que sus diferencias y las mías me hacen distinguirme dentro de la comunidad, y eso lo que le da sentido y propósito de lo que yo hago. El otro es el que hace que exista un yo. No estamos solos, siempre estamos con los otros, y estos a su vez existen porque estoy yo.
Debemos preguntarnos en nuestros corazones: ¿somos solos o somos siempre con otros? ¿Cómo diferencio entre los otros y los propios? ¿Cuándo se termina el yo y empieza el nosotros? ¿Por qué cuando más semejante es alguien a uno, más lo aceptamos? ¿Por qué cuando más diferente es más lo excluimos? ¿Qué es lo hace que necesitemos enemigos?
Cuando nuestra intolerancia o tolerancia marca nuestra idea de comunidad siempre vamos a dejar a alguien afuera. Cuando tratamos de vivir desvinculados con nuestro entorno es cuando empezamos a temerle, porque fuerte alteridad y extraña desincronización termina por hacernos temblorosos contra la vida y nuestro prójimo.
Todos los movimientos raciales son una mezcla de ignorancia, resentimiento, melancolía y esperanza por tiempos mejores. Nuestro temor al otro se vuelve como un alicante, una droga que nos hace suponer que si no estuvieran todo sería mejor. Una especie de religión o dogma, donde sus creyentes irracionales se creen racionales, donde solo ellos pueden ver la verdad.