Entre las razones que cualquier contribuyente esgrime para permanecer en la informalidad económica sobresale la voluntad de evitar las molestias ocasionadas por nuestra barroca tramitología.
Aunque en la ventanilla o escritorio nos reciba un ángel, no hemos ido a su presencia libremente, sino obligados por un trámite. Y si a la lentitud de la diligencia que nos tiene ahí sumamos la de otras que todavía nos faltan, queda claro que no estamos para perder el tiempo contemplando esa armónica figura.
Además, nuestra burocracia ha establecido su versión del eterno retorno en un axioma aplicable a todas sus prácticas: “nunca sale bien a la primera”, lo que no significa que ya quede bien en la segunda. Acompañados de Rimbaud en nuestro vagabundeo por los infernales pantanos burocráticos, terminamos encontrando amarga la belleza.
Obviamente, esto genera un cúmulo de papeles que exigen orden para cumplir cabalmente sus propósitos. Y registros de acuerdo con técnicas contables ya establecidas, cuya actualización permanente roba un tiempo más o menos considerable cada día.
Si a los simples mortales esto le parece motivo suficiente para permanecer en la informalidad, a los artistas les resulta una molestia simplemente insoportable, comenzando porque el papeleo y las cuentas les roban tiempo a sus talentos creadores. Siguiendo porque tanto afán no les asegura buenos resultados artísticos ni un mejor desempeño como productores. Y rematando porque la mayoría no recibe por su trabajo suficientes ingresos para darse de alta en Hacienda; viven de hacer otras cosas.
A sus ojos, nada justifica las mortificaciones de la formalidad. Prefieren comprar facturas cuando las necesiten y, si tienen la fortuna de contar con un empleo estable, dejan el manejo de lo fiscal en manos de sus empleadores. Así, contribuyen a mantener vivo un mercado libre de recibos fiscales para una demanda generada por quienes trabajan en la informalidad.
Pero la profesionalización del trabajo artístico en los hechos y no en tanto mera tendencia ha obligado a darse de alta en Hacienda a las nuevas generaciones que quieren vivir de lo que estudiaron y, sobre todo, lograr un mayor desarrollo en su actividad.
Puede decirse que siempre hay gente dispuesta a pagar por una fotografía o un retrato, la música o la coreografía de un baile, o por unas clases de artes gráficas. Y la formación profesional no estorba a los fotógrafos, diseñadores o estilistas que deciden dedicar sus talentos a fiestas de quince años y bodas.
La venta del trabajo propio supone la aceptación de las reglas del juego capitalista. No necesariamente obliga a renunciar a la función crítica del arte, verdadero peligro para la producción artística en la era de las industrias culturales, que destruye el aura de las obras y la construye en las mercancías, según observaron los profesores de la Escuela de Frankfurt, en un proceso objetivo, ajeno a la voluntad del artista.
En cambio, está en sus manos decidir el régimen fiscal de su empresa y si le da forma de cooperativa, asociación civil o sociedad anónima. Desde luego, debe conocer las posibilidades de esas opciones y adquirir una cultura empresarial y fiscal básica que le permita ejercer su libertad creativa con un manejo responsable de las reglas del juego.
Ni el logro de títulos académicos ni la emisión de facturas hacen más talentoso a alguien; ni siquiera aseguran el éxito comercial. Como novios que formalizan sus relaciones, los artistas que se registran en el SAT deben saber que adquieren obligaciones y derechos. Que el resultado de sus afanes dependerá en buena medida del empeño cotidiano por mantener viva su pasión creativa y en alerta su sentido crítico. Y que el éxito comercial y el artístico llegan por rumbos diferentes.