Sergio Prim es el hombre que ningún hombre querría ser, pero también el que todos, de alguna manera, somos. Brezo es la mujer que todos los hombres querrían tener, y también la que ninguno tiene.
«En el tiempo que viví rodeado por otros ―mi familia primero, después Lucía, mi mujer durante cuatro años― comprobé que el que venía de fuera usaba siempre un tono de voz excesivamente alto, y permanecía en pie más de lo indispensable, malgastando palabras, reiterando un mensaje que mi intransigencia desbrozaba minuciosamente».
La escala de los mapas es una novela hecha poema. O un poema hecho novela. O el sueño hecho realidad. O la realidad hecha sueño. Belén Gopegui se desborda en una historia plagada de huecos, metáforas y adjetivos azules.
«Un fumador de lápices se había levantado, vi que se dirigía a tu pupitre sosteniendo un legajo como una bandeja».
Una obra vehemente, desmedida, enorme, leerla, leerla, este año, en verano, el próximo, en otoño, leerla una y otra vez para atraparla entera, para memorizarla, leerla mil veces y después morir.
«Y mientras les oía hablar de tareas pendientes pensé que todo estaba equivocado, todo, desde el principio, desde las primeras zozobras en el recreo, cuando los capitanes de los equipos hacían pies, oro, plata, oro, plata, mientras los patosos esperábamos, el orgullo perdido, la certeza de que iban a dejarnos para el final».
La Literatura como arma de construcción masiva, o como barra espaciadora, crear, crear, aunque sea un hueco, construir en nosotros para los otros, construir o renovar sin rendirse jamás.
«Tú no te creas nada, porque así cuanto menos te protegerá un sistema sensible, líquido acaso y móvil, y turbulento, no sin misterio llamado sentido del humor».
Adelgazar a la velocidad de la tragedia, esperando, señores, con el alma como una camisa colgada de su cuerda a lo largo de un domingo tapiado de canciones, así es La escala de los mapas, así es Belén Gopegui.
«Y dejé de llamar a Brezo. Como quien elude una culpa, como quien vive en lo que está a punto de ocurrir pues ha aprendido que los sueños definitivamente consumados causan dolor».
Dicen los entendidos que poesía y prosa se encuentran a veces en un país neutral que no está en los mapas, y cuando esto ocurre es como soñar con la frescura de la menta que no tuvimos.
«Hay unas pocas personas de hoja perenne, pero a mí las agujas de los pinos me aterrorizaron, ese deber de permanencia, esa imposibilidad de abrigarse con ropas castañas, rojizas y, como un hombre cae a la piscina, dar un paso, quedar desprendido del volumen propio».
Sergio, Brezo, os dejo, me voy a otros mundos, pero volveré con vosotros cuando ya no soporte la ausencia de ese frío de la menta que parece estarse siempre yendo, como si un viento lo empujara.
«¿Mas no es mejor, amiga, enloquecer por nada, por la hoja que lentamente cae, por el pálido frío, por lo tenue?».