Vamos a empezar con un pequeño ejercicio: empecemos a describir con detalles los lugares por los que pasamos, visitamos o vivimos en nuestra vida rutinaria, sin menospreciar los detalles como los colores, los aromas, ruidos y sonidos. ¿Cuántos lugares seremos capaces de describir? ¿Podemos recordar de tan rápido que vivimos la experiencia diaria? ¿Seremos capaces de sorprendernos de las historias del “otro”? ¿Qué tanto vivimos para poder intimar con “otros”? ¿Escuchamos con atención las historias de los demás y tratamos de vernos reflejados para poder generar esa extraña cosa que se llama empatía?
La ciudad crece dejando atrás toda su magia y su romanticismo, se nos vuelve pesada y gris. Los colores se deslavan con cada año que nos vamos cargando, ya no vivimos la ciudad, la sobrevivimos.
Parecemos presos sin cadenas, convictos de un destino, esclavos de un horario. Nuestras ciudades y nosotros se han vuelto cárceles para nosotros mismos, podemos escaparnos como una libertad condicional o cambiar de cárcel. Las opciones se reducen a una misma decisión: estamos aprisionados por nosotros mismos. En muchos países no existen los dictadores, los reyes o lo señores feudales, pero existe el dinero, la rutina, el hastió.
De niños crecíamos con un afán desbordado por ser grandes, ahora solo queremos sobrevivir. Nos parecía mágica una salida al parque, el sentarnos por una nieve con nuestros padres, unas papas preparadas o una rica agua era mejor que un buffet. ¿Qué acaso necesitamos más dinero para sorprendernos? ¿Dónde queda la singularidad de lo simple? ¿Dónde guardamos el hechizo que nos impresionaba? Simples sombras del pasado que vamos clavando en nuestros recuerdos. Si nos miramos con atención todos estamos medio llenos y medio vacíos, trabajamos muchas veces en algo que nos molesta, comemos lo que alcanzamos a comer. Vivimos sin vivir con los demás.
Vemos como los edificios crecen, como los bares se reproducen, como las plazas se derrumban o se vuelven inservibles, los árboles se vuelven adornos y los niños ya no juegan en la calle. Los muros crecen y ya no tenemos contacto visual con el frágil, el subordinado o el denigrado. Nos parece simples objetos de nuestras miradas altivas. Las personas que suscitan hondas emociones en nosotros son aquellas con las que estamos conectados a través de nuestra imaginación de lo que es una vida valiosa, ¿pero cómo vamos a darle valor a algo que ignoramos o queremos ignorar? La preocupación por el sentido de las vidas de los demás empieza cuando hasta peleamos con ellos, cuando los vemos, cuando sabemos de ellos. La construcción de los sentimientos hacia los demás puede definir el cambio de una época. Cuando los individuos sienten una forma de amor hacia su ciudad, hacia su estado, hacia su país.
El problema con la arquitectura actual, con la política actual, con la sociedad actual, es que no nos sentimos parte de nada. Detrás de nuestros monitores y los vidrios de nuestros carros pensamos que todo y todos, están en nuestra contra. La televisión, el internet, los videojuegos, nos han enseñado en vivir según la voluntad del poder, en la dinámica eterna del amo y del esclavo, una lucha eterna de gladiadores por un fin ficticio.