Tal vez la Libertad sea un concepto central en la historia de Estados Unidos, pero la teoría va por un lado y la práctica por otro. Los católicos constituían una minoría discriminada, identificada sin matices con la tiranía atribuida al Papa.
Con la independencia de Gran Bretaña, la tendencia fue a la separación entre Iglesia y Estado. La Constitución diseñó un escenario de juego secular, por el que quedaba prohibido el uso de un criterio religioso para acceder a los cargos públicos federales. Con todo, esta postura fue criticada por extremista por quién pensaba que no se debía permitir que un papista, un musulmán e incluso un ateo pusieran alcanzar la presidencia del país.
A su vez, dentro de los estados subsistieron las normas que impedían a los no cristianos el acceso a la función pública. La ley, además, castigaba delitos como la blasfemia o el incumplimiento del descanso dominical.
A partir de mediados del siglo XIX, con la llegada de miles de emigrantes, tanto italianos y centroeuropeos como irlandeses que huían del hambre en su país, la población católica de Estados Unidos experimentó un incremento extraordinario.
La llegada masiva de “papistas” reactivó los prejuicios en su contra por parte de quienes identificaban la identidad nacional con la herencia protestante. Esta idea de superioridad se fundamentaba no solo en un concepto religioso sino también racial. Los anglosajones eran, por definición, superiores. Existía, además, un factor de menosprecio clasista.
Porque los otros acostumbraban a ser pobres y a llegar al país prácticamente con lo puesto, para establecerse en guetos donde vivían hacinados en viviendas de mala muerte, en un ambiente en el que las enfermedades y el alcoholismo constituían una presencia cotidiana.
Pese a los recelos, la Iglesia católica logró expandirse. Y se convirtió en un factor de integración de los emigrantes en el país, puesto que les animó a aprender inglés y a hacer suyos los valores nacionales. El gobernador de Nueva York, Al Smith, del partido demócrata, tomó en 1928 la determinación de aspirar a la Casa Blanca.
Era el primer católico en optar a la presidencia. Y tuvo que enfrentarse a una violenta oposición. ¿Perdió por culpa de su fe? No le ayudó, por supuesto, pero es probable que el resultado hubiera sido el mismo de ser protestante. En un momento de auge económico, difícilmente hubiera podido vencer ningún demócrata.
El desastre económico de la Gran Depresión creó las condiciones para que el demócrata Franklin Roosevelt, en 1932, accediera a la Casa Blanca. Los veinte millones de católicos que existían entonces, un sexto de la población, constituyeron uno de los puntales de su electorado.
El New Deal, para ellos, constituía un programa perfectamente compatible con la Doctrina Social de la Iglesia. Consciente de esta convergencia entre religión y política, el nuevo presidente no dudó en cortejar a una comunidad que le era imprescindible.
En Nueva York, por ejemplo, los principales dirigentes demócratas y sus votantes más fieles eran católicos. De ahí que el presidente buscara entre sus correligionarios a los que debían ocupar determinados cargos importantes. Así, a Joe Kennedy, un magnate que había contribuido a financiar su campaña, le dio un puesto para regular el tráfico bursátil.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el sentimiento anticatólico encontró nuevos cauces de expresión. Paul Blanshard publicó, en 1949, el superventas American Freedom and Catholic Power, un libro en el que defendía que una Iglesia romana debía ser considerada un instrumento de poder político y cultural.
Además de insistir en el viejo tópico sobre la obediencia al Vaticano antes que a los intereses nacionales, Blanshard se sentía en el deber de hablar claro porque estimaba que los católicos mantenían posturas que no solo concernían a su propia conciencia puesto que afectaban a la sociedad en su conjunto.
Cuestiones como la política exterior o la ciencia moderna. El sistema democrático se veía amenazado por el uso y el abuso del poder por parte de una institución que constituía un estado dentro del estado, una institución en manos de una jerarquía de carácter autoritario, empeñada en extender su influencia social por métodos agresivos.
En 1956, JFK, por entonces aún senador, intentó infructuosamente ganar la nominación a la vicepresidencia del país, en una candidatura que estaría encabezada por Adlai Stevenson.
Su escritor de discursos, Theodore Sorensen, contribuyó a convencerle para que optara al puesto, con el argumento de que sería un paso importante para remover el obstáculo católico en su camino a la presidencia. Joseph P.Kennedy, en cambio, temía que la previsible derrota de Stevenson dañara irreparablemente la carrera de su hijo.
En ese momento, los católicos, un veinte por ciento de la población, eran una fuerza a tener muy en cuenta, sobre todo porque su distribución en las grandes ciudades les proporcionaba una fuerza determinante gracias al sistema electoral.
Parecía lógico, por tanto, que el partido demócrata intentara captar ese sector del electorado con un candidato católico a vicepresidente. Sorensen preparó un memorándum en el que defendía esta tesis.
Se trataba de una brillante pieza de estrategia política donde se combatía la extendida idea de que Smith, en 1928, perdiera solo por su condición de católico. Otros, en cambio, consideraron que la presencia de Kennedy en el “ticket” podía ser un camino seguro hacia la derrota.
El tema católico amenazaba con arrebatar a JFK incluso un sector del tradicional voto demócrata. Las encuestas reflejaban este peligro, al mostrar como su creciente popularidad se veía frenada en cuanto los votantes se enteraban de su filiación religiosa.
En ciertos ambientes, la idea de votar a un católico era tan disparatada como la de votar a un comunista. Porque la Iglesia romana no era solo una religión: encarnaba, al igual que la Unión Soviética, la tiranía política.
No obstante, Kennedy también tenía defensores entre las confesiones protestantes, creyentes contrarios a lo que percibían como una ola de fanatismo y de odio contra el catolicismo.
El candidato demócrata hubiera podido hacer como si el tema religioso no existiera, pero optó por encarar abiertamente la cuestión. Al aceptar la nominación a la presidencia, el 15 de julio de 1960, expresó su esperanza de que ningún ciudadano le votara o le dejara de votar en función de su fe.
A lo largo sus catorce años en el Congreso y el Senado había probado que su actuación no estaba dirigida por criterios sectarios. Defendía la completa separación de la Iglesia y el Estado.
Por eso, en materia de educación, se distinguía por el apoyo a las escuelas públicas frente a las de carácter confesional. Como político, tomaba sus decisiones en función de sus criterios como estadounidense, demócrata y hombre libre.
Sin duda, su intervención más recordada fue su memorable discurso en Houston, ante una asamblea protestante. Ante aquel público lleno de republicanos hostiles, manifestó que él no era el candidato católico a la Casa Blanca sino el del partido demócrata, que además también era católico.
En una situación en la que el país y el mundo se enfrentaban a dramáticos desafíos, no era cuestión de perder el tiempo en un falso problema como la religión.
Con valentía, JFK proclamó ante su auditorio su creencia en una nación que no debía ser oficialmente católica, protestante o judía. Los católicos no tenían la lealtad dividida entre su país y su Iglesia, como había demostrado su hermano Joe cuando había muerto por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial.
Si las elecciones establecían que cuarenta millones de americanos, por estar bautizados, habían perdido su derecho a ser presidentes, el perdedor sería el país en su conjunto.
Kennedy se impuso a Nixon, pero por la mínima. Su condición de católico tuvo un efecto ambivalente. Le ayudó a ganar en estados como Michigan o Illinois, pero seguramente le costó la victoria en Virginia, Kentucky o Tennessee.
¿Contribuyó la elección de JFK a la separación de la fe y la política? Así debió haber sido. Sin embargo, en 2000, George W.Bush no vacilaba en proclamar que Jesús era su filósofo favorito. Como cristiano renacido, se proponía limpiar el pecado de sus predecesores. ¿Tal vez porque, como republicano, tenía una especial inclinación al entender el mundo en términos bíblicos?
En los setenta, Jimmy Carter, otro cristiano renacido, se propuso restaurar la moralidad en el gobierno después del escándalo Watergate. Disfrutó, en un principio, del apoyo de una derecha religiosa en auge que después le abandonaría para decantarse por Ronald Reagan, otro líder que exhibía sus credenciales de cristiano.