Definir una infancia podría ser imposible en un modo descriptivo, las sensaciones y recuerdos que se conjugan en una parsimonia mental se me escapan como la verdad misma. Las distantes memorias se han transformado en sensaciones que vivo en el presente; la primera bicicleta con la consecuente caída, las caricias de mis padres, las riñas con mis amigos, el amor escondido por mis clases, los fallos en mis decisiones, el conjunto de vivencias que han formado mi cambiante ser.
Soy aquel barandal pintado de colores afuera de mi casa donde jugaba a las canicas, la pelota con la que jugábamos con cuatro piedras y mucha emoción, soy la vía láctea pintada en la noche del cerro. Soy la guitarra guardada de mi padre, las primeras notas de Led Zeppelin y Mozart, la disciplina de mi padre y la dulzura de mi madre. Soy aquellas noches viendo a mis hermanos fallar en sus exámenes. Soy el amor en la ciudad de la furia, aquel sol que nos sofoca, una bolsa de frijoles de la tortillería, el silencio por los amigos golpeados por sus padres. Soy el cielo más abierto visto por mis ojos. Soy toda mi infancia.
¿Dónde está el recuerdo, la historia y el olvido? ¿Dónde recuerdo mi infancia y donde la olvido? ¿Cuándo la hice historia? Se dice que el hombre escribe la historia, pero yo digo que también la historia escribe al hombre, ya que al vivirla escribimos nuestros recuerdos y estos recuerdos escriben en nosotros la vida. Todas mis vivencias que llenan los cuartos de mi mente y permiten sostener esta casa que llamo existencia, me permiten caminar y ver las veredas, algunas chuecas y otras rectas, que suscriben y marcan el camino.
Recuerdo aquellos ventanales largos y anchos de la casa de mi bisabuela. La casa de frente azul cielo enmarcado con las cornisas de madera, con esa extraña puerta que siempre rechinaba al abrirla y un mosquitero que no atrapaba ningún mosquito. El piso era de mármol blanco con toques grises y verdes, que siempre recibía al extraño, la sala con 3 sillones que invitaba a sentarse plácidamente. La estufa de carbón siempre le daba un toque inquietante y exquisito a la comida.
Mi bisabuelo, hombre delgado y moreno, con un pelo blanco y abundante, trabajador retirado de la fábrica de jabones La Esperanza. Aun mantengo en mis reminiscencias, siempre su jovial alegría, que él transmitía a todos nosotros, y aunque el tiempo no perdona ya que sus movimientos eran de acuerdo a la edad de cargaba. Hombre honrado como pocos y aferrado a los principios ortodoxos de su religión, cargaba en su vida el peso de no darles a sus once hijos y a su esposa la vida que ellos deseaba, más a nosotros sus bisnietos, nunca pensamos en la situación económica que tuvieron, el simplemente era mi bisabuelo, mi “Apa Kiko”, ejemplo de tenacidad y fortaleza. Mi madre le tenía un profundo cariño, él fue el que la crio y le inculco los valores que fueron transmitidos a nosotros.
Tengo en mis vivencias, las historias que me contaba al terminar la tarde, recuerdo que se sentaba en aquella mecedora de madera, aquella que siempre pareció romperse pero nunca lo pudo hacer. Nos reunía a mis hermanos y a mí, mis consanguíneos al ser más grandes les interesaba menos que poco lo que él nos podía platicar, mas yo tomaba con vehemencia todas las historias que me platicaba: fantasmas, espíritus chocarreros, brujas, vías abandonadas, camioneros perdidos, etcétera. Todo esto era parte del breviario anecdótico que me soltaba, recuerdo que siempre tenía en su mano un cigarro delicado sin filtro, un café negro sin azúcar y los frijoles charros que tanto le gustaban.
Mi bisabuela, al contrario de mi Apa Kiko, era una mujer de fuerte y seco carácter. Ella siempre estaba quejándose de la situación, y criticando las modas de los jóvenes. Recuerdo aquel iris de color gris, tan grisáceo como la plata misma; profundo y lleno de una profunda decepción, nunca de sus labios vi salir palabras de cariño o aliento hacia nosotros, sé que nos amaba más su forma de ser era contradictoria.
Era la matriarca de la familia, de su boca salían las leyes y regaños de la casa, siempre con su bastón, que era igual de efectivo para caminar que para pegar; una mujer profundamente católica pero de poca fe, extraña contradicción, tenía la casa llena de santos pero poco les rezaba. Me acuerdo solo una vez haberla visto llorar, que fue cuando enterramos a mi Apa Kiko, solo se le escaparon 2 lágrimas y unas palabras para sí – Me dejaste sola, pero después te alcanzo- limpio sus lágrimas y otra vez estaba ese rostro duro e inexpresivo; nunca más volvió a llorar aun cuando perdió la vista y el oído.
El día de la muerte de mi bisabuelo fue la primera vez que fui consciente de la muerte; recuerdo su cáncer y las quimioterapias, recuerdo tomar su mano en el hospital y pensar que todo iba a estar bien. Más cuando lo vi morir y soltar su alma en un suspiro, siendo yo un niño, pensé que la sueño eterno no era algo tan lejano, solo un instante nomas, y nos vamos al más allá.
Siempre pienso que eso me hizo diferente a los demás niños, en la primaria me decían “cara triste” por la expresión melancólica, Martin Heidegger nos dice: que solo un hombre que es consciente de la posibilidad de la imposibilidades, que reconoce la muerte, la inexistencia de la existencia, solo aquel que la reconoce es capaz de tener una existencia autentica, pienso que yo la tuve muy joven, ver que solo somos un instante y no más, a lo mejor por eso quise refugiarme en la esperanza que ofrece la religión, recuerdo con cariño visitar la iglesia de mis padres, orar con fervor a un Dios que no comprendía, pensar que el me podía cuidar en el temor de la noche, mi mente me decía que podía habitar bajo su abrigo y morar en su sombra, estar encubierto en sus alas.
Recuerdo cantar las canciones de Marcos Witt, Juan Carlos, Marcos Barrientos, con un fervor inusitado, era maravilloso creer que creía en algo que podía recompensar el esfuerzo, que le daba bien al bien y castigo al mal, polvo al polvo, ceniza a la ceniza, perdón al arrepentido. Para mí, Dios era como un superhéroe, de hecho tenía una comic o novela gráfica de la vida de Jesucristo, era increíble pensar que eso podía existir que alguien velaba por mí, después me daría cuenta que estaba sordo por amor y mudo del miedo al más allá. Tal vez Heidegger tenga razón, tal vez solo un Dios puede salvarnos, ¿de qué? Aun no lo sé.
Pienso en todos los libros que tuve en mi infancia, que me dieron sabiduría, risas y locuras, pienso en las películas que me hicieron llorar, gritar, pensar, temer, escapar de la realidad. Pienso en todos esos videojuegos que me entretuvieron, me enseñaron a esforzarme; pienso en las criticas de mi padre, mi más duro juez, tantas veces que busque su aprobación, para darme cuenta que no necesitaba la de él si no la mía. Pienso en todas las veces que le tuve miedo a la oscuridad, pensando que alguien me observaba, recordar el temor a lo desconocido y tener que enfrentarme a él, pienso y pienso, pero no encuentro que cambiarle a mi niñez, fue perfectamente imperfecta. Mi niñez tal vez sea la noche evadida, la luz que se me escapa, la inocencia pérdida, solo en la noche y en la sombra nos escucha, solo una sonrisa voy a gritar y un llanto a perdonar, solo un deseo voy a esperar, que es bailar hasta al amanecer con el leal espejo, que mi infancia me diga y me hable si soy el hombre que mi niño quiere que sea hoy.