Confieso que escribo a alguien que no nos puede ver, a alguien que no nos puede escuchar, a alguien que no tiene ninguna respuesta.
Confieso que he buscado a muchos sabios arriba en el cielo, escavando entre letras, preguntando por Roma, pero solo he encontrado ignorantes, entre ellos, yo el primero.
Confieso que he buscado la vida después de la vida pero al final me he encontrado que solo importa esta existencia.
Confieso que todos los días vivo con fe en el mañana, pero al mismo tiempo niego lo infinito y abrazo lo efímero; esto me parece el remedio con la navaja de lo absurdo.
Confieso haber tirado en el calendario muchos días de mi vida.
Confieso haber caído tantas veces como las hojas en el otoño, que caen al de nostalgia y de perder los sueños.
Confieso que a veces las nubes pomposas me asfixian, tan llenas de oxígeno y rutina. Me declaro como el primer hedonista, ya que busco la belleza debajo de los parpados, la dulzura del pétalo y el trazo directo de luz sobre el mundo.
Me considero también contradictorio y pesimista, sin futuro en el propio futuro, sin algún norte o revelación. Perdón por ser así, pero soy humano.
He buscado finitos clavados en mi conciencia, algo que termine con la insaciabilidad de esta apetencia.
Confieso que nunca me he confesado delante de alguien, exponiendo mi alma a los ojos de otros.
Me declaro inclasificable: un día soy uno y el día siguiente soy otro. Me declaro filósofo de las últimas obviedades y de los conocimientos inservibles, un intelectual de las causas fallidas y de los conceptos inclasificables.
Soy músico de instrumentos que todavía no se inventan, compositor de melodías extrañas, hechizos de notas blancas y negras que tocan y suavizan los tímpanos.
Soy fotógrafo de los rostros más bellos a través de mis ojos, recopilador de amaneceres y algunos atardeceres.
Confieso que soy inconfesable.