Como vivimos —encerrados— dentro de la sociedad, pensamos que somos seres sociales. Decía Karl Marx: «No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia».
Pero ¿qué pasa cuando te avergüenzas de la sociedad que te cobija? ¿Cómo sentirte social cuando lo social consiste en hostigar al vecino, ridiculizar al forastero, rivalizar con el hermano y hundir al que, por sus talentos, sobresale?
El ser social como especie.
Y si queremos saber hasta dónde es capaz de llegar esta particular especie, se hace necesario estudiar su maldad, que lo mismo dirige hacia personas, animales o cosas, siendo especialmente dañina con aquellos semejantes que son de otra raza, practican diferente religión o tienen ideas opuestas a las suyas.
Carl Jung nos relata en una de sus obras su encuentro con un jefe nativo americano. El venerable le dijo: «Los blancos tienen el rostro tenso, sus ojos miran con demasiada fijeza y muestran una actitud cruel. Siempre están buscando algo. ¿Qué están buscando? Los blancos siempre quieren algo. Siempre están inquietos y agitados. No sabemos qué quieren. Pensamos que están locos».
Ese jefe vio desde fuera a la sociedad que nosotros vemos desde dentro. Ese jefe vio lo que nosotros no podemos ver. O lo que conseguimos ver cuando ya es demasiado tarde. Cuando ya somos demasiado viejos para huir.
Volviendo con las palabras del venerable jefe, y a propósito de la intranquilidad que veía en el hombre blanco, nos dice Eckhart Tolle: «Esta disfunción colectiva […] está intrínsecamente conectada con la pérdida de conciencia del Ser, y forma la base de nuestra deshumanizada civilización industrial. Esta disfunción colectiva ha creado una civilización muy infeliz y extraordinariamente violenta que se ha convertido en una amenaza para sí misma y para todas las formas de vida del planeta».
Será por eso que hace tiempo que no me siento social. Asocial. Así me siento. Fuera del cuerpo social. Fuera y al mismo tiempo dentro. Encerrado. Preso. Mi cárcel. Un presidio de alta seguridad.
Y sin embargo me fugo. Me siento, escribo, vivo otras vidas. Quizá por eso soy un escritor optimista. Porque no quiero vivir rodeado de pesimismo. Todas mis historias dejan un hueco a la esperanza. A la fuga. Mis novelas son en realidad un túnel. Que todo el mundo puede utilizar. Huyamos, pues. ¡Fuguémonos!