Hace algunos meses leía críticas sobre editoriales y publicidad de moda en la que el gran accesorio o acompañamiento era la comida como sinónimo de estatus en el contexto de recesión actual estadounidense. Si bien estaba debidamente justificado y el tema hace mucho sentido, no pude evitar enfocarme en una crítica específica a la fruta como objeto de decoración. Un centro de masaje básicamente.
“¿Acaso ellos no estarán acostumbrados a esas frutas (reales o de plástico) que luego pueden colocarse en los fruteros?”, me preguntaba, para inmediatamente responderme con un “no” bastante lógico. Un acompañamiento frutal que para tantos es natural e incuestionable, y que en esta ocasión sirvió de pretexto para salirme por tangentes mentales y desordenados.
Mandarina
Llevaba tiempo en discusiones efímeras con mi madre cada que me sugería comer mandarina o me avisaba que había dejado una en la mesa para mí.
—Estas no son mandarinas.
—Sí, lo son.
—¿Dónde dijiste que dejaste las mandarinas?
—En el cajón de abajo.
—Pero esas son naranjas.
Apenas a finales de año, mientras mi mamá se acercaba a la sección de frutas y verduras, constaté la desgracia: esas bolitas naranjas sí eran mandarinas. O al menos eso marcaba el letrero, aunque en la práctica continuó negándolas cada que falla mi método de pelar la mandarina como si fueran pétalos de una flor.
Quizás no sean transgénicas (que es lo primero que especulé, sin comprobación posible), pero así como el problema de la producción de maíz, pollo, o de todas esas frutas ejemplares que luego se van al otro lado para regresar más costosas o precarias, las mandarinas no han vuelto a ser las mismas.
Jícama
En 2017 formé parte de la coordinación de un encuentro universitario de lengua y literatura; el primer día quedé flechada del colombiano sexy, carismático y sociable. En el paseo a Ensenada, llevaba mi bolsa de jícama en la mochila, y Manuel preguntó muy intrigado que qué era eso. Jícama, le respondí. Le encantó.
Dijo que nunca había probado la jícama, y su entusiasmo sonó igual a cuando más tarde comentaba feliz que nunca había conocido el mar, o días antes nos besábamos bajo la excusa de que nunca había besado a una chaparrita con rasgos asiáticos; pero año y medio después, al verlo de nuevo, confirmé que no puedes creerle mucho a un extranjero que se sabe popular en tierras desconocidas, como al confirmar en sus redes que ya había ido al mar allá en Colombia.
Uno aprende a masticar la vida como la jícama. Hasta ahí llegó mi diatriba por el momento de la que en realidad no es fruta, pero siempre estará presente como las casualidades.
Papaya y melón
En medio de la precarización del Instituto Mexicano del Seguro Social siempre me acuerdo que la ocasión en que me intervinieron por un quiste ovárico, mi único gran temor eran las enfermeras; ese imaginario reproducido de que te tratan mal o con desdén.
Era miércoles y me ingresaban en la tarde, luego de que un jueves anterior mi doctora general maquinara rápido para enviarme con la jefa de Ginecoobstetricia, quien sacara una libreta y me anotara a mano en un huequito para que pudieran operarme de ya.
Resulta que, mas allá de la cirugía y algunos dolores postoperatorios, yo me la viví como hotel de cinco estrellas desde esa tarde hasta la tarde del sábado.
Toda la vida tuve problemas comiendo papaya o melón. Desde los olores, texturas y sabores, estas dos me provocaban siempre arcadas y disgusto. Pero fue en la comida tan deliciosa del IMSS que hasta la papaya y el melón me supieron bien; y a la fecha, aunque no sea fan, ya las consumo voluntariamente en buffets o aguas.
El poder de la mente, diría alguien.
Vivir experiencias traumáticas como que colapse tu ovario izquierdo, diría yo.
Manzana
La máxima por excelencia. El canon frutero (¿o no?).
En la infancia odiaba cuando alguien se ponía a preguntar que cuál era nuestra fruta favorita porque en automático advertían que nada de decir que manzana. Tan esencial que era un básico, nada especial. En mis momentos de baja autoestima o autocompadecimiento, quiero pensarme manzana; crucial para muchos aspectos, pero obviada por lo mismo. Una oda propia, como cada que un extranjero se sorprende de que alguien pueda echarle tajín y limón a rebanadas de manzanas.
Yo quería hablar mucho sobre la manzana, y resultó a la mera hora que me quedé sin palabras. Como los tests laborales en que piden que te describas a ti misma.