Llega el final del año y con él las tradiciones de la temporada decembrina; para mucha gente, las celebraciones han perdido su sentido religioso y tiene vigencia el meramente lúdico. De cualquier manera, el último mes del año transcurre en el tiempo de la fiesta, cuando se suspende lo cotidiano. La época parece apta para milagros entre creyentes y no creyentes, dado lo excepcional de los acontecimientos que se conmemoran. Y por la disposición de la gente a creer en mundos inmateriales. Si la revelación ocurre, bendito el suelo que pisamos; si no, intentemos pasar un buen momento.
Pero las apariencias engañan. En la familia y en el trabajo hay reuniones a las que vamos por compromiso. Entonces nos arriesgamos a quedar como aguafiestas. Conviene mostrar cortesía y sacrificar la sinceridad en aras de la convivencia pacífica. Darle importancia a la buena salud de la familia, a lo bien que se ha recuperado el negocio del yerno después de la pandemia o al éxito del hijo mayor de nuestro anfitrión en su trabajo, para quitársela a la música detestable en las bocinas o a los berridos del nieto en toda la casa.
También hay sorpresas y las cosas no resultan como se esperaba; un detalle aparentemente inocuo, un invitado indeseable o un comentario inoportuno arruinan el momento y nuestras expectativas terminan frustradas. La pachanga planeada para garantizar la diversión se vuelve insoportable. Pero puede haber sorpresas agradables y quedarnos con el consuelo de lo buenos que estaban la comida y el vino o, más raramente, de haber conocido a alguien interesante.
En algunos casos se pueden poner pretextos para no acudir a esas fiestas: otro compromiso, una emergencia familiar, hace mucho frío y me duele la espalda…Y después asegurar que estamos apenadísimos por haber faltado a la cena. Nada mejor que la verdad, pero si queremos llevar la fiesta en paz más vale una mentira piadosa que un ataque de sinceridad de consecuencias catastróficas para las relaciones familiares o laborales.
Porque ¿cómo decir a las compañeras que no tenemos ganas de platicar con ellas después de escucharlas sus charlas todos los días? ¿Con qué palabras hacer entender al jefe que en el área estamos decepcionados por su falta de apoyo al personal? ¿Quién le dirá al cuñado que nadie en la familia comparte sus simpatías por el gobierno en turno? Estas y otras dudas existenciales suelen abrumar a muchas personas, interesadas en mantener buenas relaciones, aunque no haya muchos motivos para hacerlo. Excepto la buena voluntad y el afán de vivir en paz y armonía.
Un banquete ofrece lo necesario para pulir asperezas y reforzar vínculos de todo tipo: comida y bebida, tal vez música, danza y otros placeres mundanos. Numerosas obras literarias y filosóficas giran en torno de estas ceremonias o incluyen pasajes protagonizados por la gastronomía. Desde El banquete (siglo IV a.C.) de Platón hasta Como agua para chocolate (1989) de Laura Esquivel, pasando por El criticón (siglo XVII) de Baltazar Gracián y Gargantúa y Pantagruel (1534) de François Rabelais, Y desde luego, algunas se han llevado al cine, como la novela de Esquivel; o tratan directamente el tema, como La gran comilona (1973), dirigida por Marco Ferrari. Y desde luego, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (1989), de Peter Greenaway. No se pueden omitir las escenas de Paradiso(1966) donde la potencia verbal de Lezama Lima transfigura las viandas en obras de orfebrería poética. O las páginas de El almuerzo desnudo (1959), también hecho película, en las que William Burroughs nos muestra las alucinaciones de un vendedor de insecticida.
En la historia se encuentran banquetes memorables como los que el antiguo rey arcadio Licaón ofrecía con carne humana y justificaron su transformación en hombre lobo, junto con sus hijos también antropófagos, por parte del padre de los dioses. O los que convocaban a los oportunistas pretendientes de Penélope para encontrar esposo a la tejedora/destejedora, hasta que el astuto Odiseo regresó y puso en su lugar a todos los derrochadores. Por supuesto, no se puede dejar fuera de esta muy breve lista la última cena de Jesús con sus discípulos, en la que anuncia la traición de Judas Iscariote e instituye el sacramento de la comunión. El cuadro que Leonardo realizó a finales del siglo XVII plasma el pasaje del Evangelio con la carga simbólica del episodio en la cultura occidental. Para que quienes lo practican se llamen bienaventurados.
Si en verdad estamos condenados a la libertad, tenemos a nuestra disposición la opción de afrontar el compromiso de una fiesta como un reto o como un castigo. Recordando que el enemigo encuentra caminos para alcanzarnos, sin importar lo lejos que esté el infierno. Nuestra actitud puede abrir puertas para entrar a la fiesta y salir agasajados, con ganas de regresar.