Entre las actividades consideradas creativas, quizá la de escribir se pueda caracterizar como la más explotada y menos favorecida económicamente. El novelista Robert L. Stevenson afirmó que la principal recompensa de quien escribe un libro se halla en ese libro, no en el dinero que pudiera recibir por él. Por su parte, el poeta Rainer M. Rilke escribió: “Todo se enriquece a mis expensas.” Ambos consideran que los mayores beneficios de la escritura creativa le pertenecen al lector; una novela lo entretiene y un poema le hace estar en el mundo de mejor manera.
Esto significa que el mejor pago para un escritor consiste en leer sus textos. Que en una economía de mercado se remunera el trabajo de redactar un texto puesto en venta, como producción y no como creación. Y que el mundo contrae una deuda impagable en términos monetarios. Los actos creativos se pagan incorporando sus novedades a la cotidianidad, aunque esto puede tomar más tiempo del disponible para el escritor más paciente y longevo.
En casos sobresalientes, se impone el nombre del personaje –claro, ya muerto– a una calle, salón o edificio. Y cuando no queda viva sino la obra, se celebran centenarios y múltiplos dignos de memoria, con estudios, ediciones, lecturas y otras formas de reconocer su valor e importancia que la encumbran entre las efemérides nacionales.
Con la cronología por delante, la burocracia cultural aguarda impaciente las fechas señaladas para hacer propicia la ocasión de ejercer su presupuesto. El otoño, temporada de festivales y ferias, resulta demasiado corto: muchas instituciones esperan el momento de rendir homenaje a algún ancestro ilustre, de renombre nacional o gloria lugareña, tan abundantes en nuestra dilatada y diversa geografía.
Cualquier poblado de cierta edad tiene al menos un cronista de lo que se debe saber acerca del lugar. El uso de la palabra adquiere importancia mayúscula en el tiempo de los intercambios: de mercancías y servicios, de información, ideas, visiones del mundo. Tiempo también, todavía, de asesinos. Decir ciertas verdades se ha vuelto tan peligroso como necesario; la palabra reclama espacios para cumplir su misión civilizatoria; impresa o digital, aspira a la verdadera vida, la de la palabra leída.
Una lengua sin hablantes se declara muerta; igualmente, un escrito sin lectores merece un certificado de defunción si alguna vez los tuvo o de virginidad si no. La lectura representa la vida fecunda en ideas, imágenes y promesas de sentido para la escritura. Ahora podemos publicarnos libremente; de buscar espacios editoriales el escritor pasó a pescar lectores. Pero la autoedición proyecta una sombra de autocomplacencia a menudo nefasta para la calidad de los contenidos. Por eso importa que haya editores y medios independientes, dedicados a llevar de manera adecuada los escritos ante ojos lectores.
Por otro lado, no obstante el valor de la palabra escrita, las tradiciones orales sustentan una parte importante de las culturas populares. Por desgracia, para la cultura oficial la oralidad carece del prestigio de la escritura. Y aun las lecturas en voz alta evitan la improvisación por miedo al ridículo. Muy pocos de nuestros escritores poseen el don de la expresión oral. Y ninguno como Juan José Arreola, quien no escribió sino que pronunció sus mejores frases y de quien se hablará mucho el próximo año.
Mientras tanto, el actual privilegio de lo visual plantea la necesidad de prestar atención a la palabra escrita o hablada como expresión del pensamiento lógico. Sobre todo entre sociedades que se quieren democráticas, donde la facultad de razonar coherentemente ha cobrado importancia entre los electorados sometidos a pruebas cruciales para sus países.
El año entrante también celebraremos elecciones presidenciales. Los votantes exigen a los contendientes resolver problemas reales con imaginación a partir de formulaciones consensuadas. Con palabras significativas para los involucrados. Escritores como Rulfo y Arreola tienen muchas lecciones de esta materia que darnos a través de sus obras.