Si alguien me preguntara a qué huele mi infancia, diría que a perfumes. De esas esencias costosas que se impregnan en la chamarra que usaste cinco minutos para protegerte de la frescura de la noche y que, al paso de las semanas, aún conserva la nota.
Mi infancia fueron los perfumes, en plena época de abundancia y amplio turismo internacional en Tijuana.
Era 1959 cuando Salomón Cohen Herman Hirch Dori, Miguel Goldstein y Ángel García Vásquez inauguraron su tienda departamental, no se esperaban que en el futuro, mis recuerdos siempre estarían asociados a tal espacio: Dorian’s.(el nombre, en broma, dicen que es por ellos: “Dori” por Herman, “an” por Ángel, “s” por Salomón y el apóstrofe por Miguel).
Mi mamá comenzó a trabajar en la sucursal ubicada en Plaza Río, a pocos minutos de la línea, a mediados de los noventa; y a los meses pasó al área de perfumería, bajo la marca de Estée Lauder.
A la tienda acudían demasiadas personas, locales y turistas, para adquirir lo mejor de los productos de diversas marcas, fuera ropa, maquillaje, perfumes o incluso juguetes. Dorian’s era parada obligatoria hasta para los artistas que venían a la ciudad a presentarse.
Ciertamente no romantizo la carga laboral de mi madre, que podía estar más de 10 horas de pie en mostrador, sin contar las veces que también la hacía de maquillista o experta en faciales cuando alguna clienta agendaba los servicios con la marca; ni qué decir de cuando le tocaba hacer el corte de caja y entonces salía hasta una hora después de su jornada laboral. O el hecho de que las marcas realizaban los pagos en dólares, pero la empresa los traducía en pesos (práctica común).
¿Pero qué niña de clase media puede decir que su crema de diario era una Clinique de esas carísismas, o que si ahora utiliza eau de parfum sólo para ocasiones especiales, en la infancia se lo ponía para peinar a sus muñecas? ¿O que tenía objetos muy codiciados sin saberlo, cuando mi mamá iba a los viajes de capacitación de la empresa y volvía con souvenirs para mi hermanito y para mí? Varias veces, aunque de manera “discreta”, mi patio de juegos fueron las escaleras de esta sucursal de tres pisos, mis sesiones de agilidad mental era hacer recuento de los productos disponibles y mi momento de aventura era acompañarla por los pasadizos de la zona de empleados.
Aún cuando decidió dejar de trabajar, por allá antes de 2006, mi madre siguió en contacto con sus amistades de la tienda, y nuestras visitas se convertían en exploraciones de aquel viejo espacio de vida (porque inevitablemente, nuestro trabajo se vuelve parte intrínseca de nosotros durante el tiempo que así sea).
Poco después, en 2009, las 14 sucursales (4 en Tijuana, 2 más en B.C. y 8 más en el resto de México) se volvieron parte de Sears México, y aunque a nivel nacional esto podría imaginarse como sinónimo de calidad, para quienes residimos en la ciudad fronteriza fue atestiguar el cambio tan drástico en la calidad y fama de la tienda, pensada ahora bajo otros estándares.
Pero algo que no cambió fue el olor.
Aún hoy, cuando paso afuera de la Sears, al abrirse sus puertas, siento el olor de la infancia. Es la Dorian’s de mis recuerdos, invitándome a entrar.