Literatura erótica, erotismo en literatura, pornografía, sadismo… El abanico de definiciones se abre en cuanto se intenta abordar el tema: toda literatura es erótica, afirma Susan Sontag. Por lo pronto, diré que hablo de una ficción centrada en el placer sexual como medio para hilar una historia, por lo que —casi— todos sus episodios tendrán que ver con el sexo. Este tipo de historia busca, como suele hacerlo la ficción literaria, acceder a las preocupaciones universales del arte: desenmarañar la psique humana y mostrar la superación de obstáculos en la búsqueda de un propósito determinado. Se caracteriza por la narración y descripción de episodios sexuales y reflexiones, diálogos centrados en la sexualidad.
La narrativa mexicana acude al erotismo de manera más bien moderada: episodios aislados, digresiones y ciertas manifestaciones decadentistas. Para el siglo XX, cuenta con algunos hitos: Juan García Ponce o Luis Zapata, autores cuya obra está dedicada exclusivamente a la sexualidad. Lo más frecuente son los episodios: Juan Rulfo, Fernando del Paso, Salvador Elizondo. La incursión de las escritoras se demoró un tanto, pero ya aparece en estado de madurez en la obra de María Luisa “la China” Mendoza.
Entonces, llaman la atención dos obras recientes, próximas en su publicación, que se acercan de manera poco común a la sexualidad: la novela Crema de vainilla de Artemisa Téllez (Voces en Tinta, 2014) y el libro de cuentos interrelacionados, La vida amorosa de las cigarras de Rodolfo JM (CONACULTA, 2013). Ambos autores nacen en la misma década y muestran tendencias casi opuestas entre sí, aunque comparten tema: el erotismo.
Artemisa Téllez escribe sobre el sadismo en las relaciones lésbicas: en un ámbito en el que la comunidad gay está perfectamente establecida en todos los contextos de la protagonista —la universidad, el ámbito profesional, la vida nocturna—, la protagonista conoce a la dominante Lala. Rodolfo JM, en cambio, se ocupa de la industria del porno: la intervención de la política, el mercado, los actores y el ámbito que habitan, así que el planteamiento reduce las alusiones sexuales directas para presentar el asunto de la pornografía como un asunto de poder.
Y esto es lo que me interesa de ambos libros: la visión del sexo como un ejercicio de poder, el erotismo relacionado con el dominio emocional y económico.
La narradora de Crema de vainilla, Irene, lesbiana que ha asimilado sin conflicto su preferencia sexual, organiza su historia en dos tiempos: su juventud universitaria y su reencuentro en la edad adulta con la mujer que siempre amó, Lala. En el primero, conoce a su objeto de deseo: la bella y adinerada mujer que lidera despóticamente a su grupo de amigas que la admiran y desean: organiza parejas y dispone quién será su acompañante sexual de cada noche. En el segundo, narra la tortura de que es objeto: describe, a detalle, los maltratos de Lala sobre ella, con la ayuda, obediencia, de Adriana y la satisfacción sexual de la misma Irene.
La narrativa erótica de temática homosexual suele incurrir en tales situaciones de sadomasoquismo: ya lo había desarrollado Luis Zapata (1951) en novelas como En jirones (1985). La tortura sexual como sublimación del amor, presente incluso en teorías psicoanalíticas que señalan una analogía entre el erotismo y el sacrificio como rituales que aproximan a los participantes a la intensidad de la muerte. La descripción del dolor infringido por la dominante hace difícil la comunicación del placer involucrado en esta forma de la sexualidad y, en cambio, remarca el ejercicio del poder —después de la primera sesión de tortura, el personaje parece haber aceptado su rol de dominada—. Crema de vainilla puede, entonces, ser leída como una apología del sometimiento como un elemento representativo del erotismo homosexual.
El consentimiento se cuestiona en la conclusión de la novela: ¿el amor de Irene y su insinuada satisfacción hace de la sesión de sadomasoquismo un hecho consensuado? Foucault relacionó el mecanismo de poder aplicado a la sexualidad, desde la reglamentación: normas, prohibiciones y discursos en todos los ámbitos sociales: gubernamentales, religiosos, familiares. El objetivo de esta forma de poder tiene un propósito, también social, particularmente económico. Hay una cierta alusión a este hecho en la novela de Artemisa Téllez: la superioridad económica de Lala sobre sus amigas facilita su dominio, así como la complicidad y subyugación de sus amantes, de menor condición social.
En este sentido, La vida amorosa de las cigarras de Rodolfo JM se ocupa de la red de relaciones económicas establecida a partir del sexo. Un cuento, un hilo de la red: el primer pornostar mexicano; la administradora de un local de gang bang, club de sexo colectivo; un grupo de actrices de “cine para adultos”, gangsteriles productores de cine, en alianza con políticos en épocas de apertura y aparente legalización; el propietario de un cine porno, y una legendaria pareja del cine, de cuyo paradero nada se sabe. Las historias, ligadas y al mismo tiempo autónomas entre sí, están ubicadas en una alterna Ciudad de México, con un imaginario gobierno de izquierda que ha legalizado la industria de la pornografía. Más que recrear episodios sexuales, éstos sólo son aludidos, los relatos se ocupan de los conflictos determinados por las prácticas de estigmatización, prohibición y mercantilización de la sexualidad. El mecanismo de oferta y demanda de un “producto” en que se deshumaniza al individuo y éste, en consecuencia, deshumaniza a los consumidores.
Los cuentos, entonces, desmenuzan los entramados de la fantasía sexual: actrices emergentes, torturadores y violadores legitimados por el discurso del cine como expresión. La propuesta narrativa parece apuntar más al costo de la fantasía en una sociedad reprimida y represora: los empleados de la industria del porno son, finalmente, empleados al filo de la cosificación del cuerpo como mercancía —la ficcionalización de legalidad evidencia la clandestinidad incapaz de desprenderse de esa industria—.
Si la literatura erótica implica la fantasía, el estímulo sexual, tanto Crema de vainilla como La vida amorosa de las cigarras parecen abolir la fantasía por el exceso de información. Ambos proyectos representan una posibilidad poco frecuente en la literatura erótica escrita en México; el desprendimiento del placer que, supuestamente, comunicaba este tipo de literatura; el texto, se suponía, transmitía la experiencia sexual como un modo de comunicación de placer hacia el lector, similar al de otros medios, como el cine, el nudismo de espectáculo o la sex-shop. En cambio, las propuestas de Artemisa Téllez y Rodolfo J. M., buscan una exploración de los límites atribuidos a este género literario —si es posible llamarlo así—; una perturbación basada en otra vuelta de esa tuerca bastante enroscada que es la literatura erótica: la pregunta por las aún múltiples posibilidades de la satisfacción sexual. La validez de la tortura en una época que se manifiesta contra el maltrato de género o el consumo sexual en una vorágine de oferta y demanda vía Internet. Lo pornográfico de mostrar lo que la pornografía oculta; o la tortura convertida en acuerdo erótico. Este tipo de cuestionamientos representan un avance en el lento proceso hacia la asimilación del erotismo y la pornografía en una literatura que, como la sociedad que la consume, es más bien tímida y conservadora.
Téllez, Artemisa, Crema de vainilla, México, Voces en tinta, 2014 (con ilustraciones de Betsy Romero).
J.M., Rodolfo, La vida amorosa de las cigarras, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2013.
Barba, Andrés y Javier Montes, La ceremonia del porno, Barcelona, Anagrama, 2007.
Bataille, Georges, El erotismo, trad. Toni Vicens, Barcelona, Tusquets, 1979.
Kohan, Silvia Adela, Escribir literatura erótica, Barcelona, Editions Clément, 2013.