K:
Mi carta no pretende ser leída a manera de apología. Quizá apenas suponga la tentativa de una explicación aplazada. Admito que encuentro algo de perverso en las relaciones telefónicas: necesitan distancia y ausencia para prosperar. Ya Ricardo Piglia advirtió que el género telefónico derrumbó los cimientos anacrónicos del género epistolar. Quizá Piglia no previno que llegaría un día en que toda relación terminaría por, de alguna manera u otra, estar mediada, escindida. Si elegimos los instrumentos de nuestra tortura, yo prefiero guarecerme bajo utopías en ruinas.
Quizá te parezca trivial o falseada, pero la razón de mi mutismo no se encuentra en este lado del Atlántico. Caímos en una onerosa omisión cuando pactamos llamarnos durante tu huida diaria de Santa Fe, ese fangal de oficinas que domestica a los valientes. El camión de tu compañía se antojaba fortificado ante el tropel urbano, no previne su amenaza troyana: las risotadas de tus compañeros de oficina que encrespan su aquelarre en movimiento. Acepto que al principio me creí capaz de fragmentar el ruido: el soplo de tu voz entre el fragor de su bullicio.
Aventuro tres interpretaciones de su disposición a la risa:
1) La lentitud del sonido incomoda el tránsito de su apresurada barahúnda.
2) Son muecas sacudidas por el amedrento del silencio.
3) Han levantado muros fonéticos para vestir una realidad, de contornos y superficies lánguidos, que les provoca bostezos.
Las risas de tus compañeros exhalan metáfora quemada— fogonazos avivados por la bencina del humor derramada por un miedo específicos de nuestros tiempos: atender el tenue arroyo de una voz gorjeada por su corriente interna, que busca desaguar en el tranquilo lago de la conversación.
No toda risa es ornamental: el júbilo también reluce con discreción. Tus compañeros, tal vez sugeriría el barroco Rubens, más bien hacen alarde de su opulencia emocional. Despotricar de esta manera contra la risa no es una simple frivolidad. El flamenco, insolente que desafió la potestad de la risa, la describió como un espasmo del rostro en que el sujeto no se gobierna a sí mismo, regido por algo que no es ni la voluntad ni la razón. El zarandeo de la risa, que yo sepa, jamás ha desnucado a nadie. Sólo sugiero que su aparición tardía, venida paso a paso, mueca a gesto, aminora los temblores hacia el gozo estético.
En Inmortalidad, Milan Kundera sostiene que nuestra época (la época de los oficinistas-brujos) hizo de la risa «el aspecto privilegiado del rostro humano» en que la ausencia de la voluntad y la razón se convirtieron en el estado ideal del individuo.
Kundera sostiene que cuando sujetos como Kennedy –y aquí podríamos insertar a Peña Nieto como un trasunto más del modelo kennediano– agitan su dentadura ante una cámara, en realidad se ocultan tras un espasmo elevado por la sociedad a la categoría de imagen ideal. Si los gobernantes contemporáneos –o sus facsímiles copetudos– disponen de la risa para granjear las simpatías de su audiencia, ¿qué uso le darán los fatigados oficinistas que a diario zarpan desde un espejismo de edificios en llamas? Da la impresión, y lo escribo desde un cuarto que se crispa en silencio, que también se ocultan detrás de la risa.
Yo sugiero que apostemos por el mismo gesto que los sátiros de Rubens y cedamos a los incentivos más elásticos de la sonrisa: de la sonrisa franca o resbaladiza, de la sonrisa desvergonzada o encuadrada por labios temblones.
Admito, sin impugnar la gesticulación de mi voto, que tus compañeros quizá fueran arrastrados por el curso de las casualidades: eligieron –antes que habitar el mundo con la mirada– abandonarse al mecanismo ansiolítico de la carcajada. Apenas se les puede culpar que ocupen un escritorio en la Oficina de las Risas, ejerciendo el involuntario, acaso tristón, quehacer de la euforia. Más bien los que juzgarlos como subordinados de la burocracia afectiva, archivadores mecánicos de emociones color manila.
Por eso sugiero que la sonrisa, esa hermana discreta de la risa –prudente y austera– valga de regate facial para sortear, sin prisas, la reputación de amargado o haragán de quien rehúye a las pirotecnias.
He pasado varias horas en remansos de conversaciones ociosas, intermitentes, sin escuchar las estridencias de una risa, sabiéndome testigo y cómplice de momentos de verdadera afinidad. Bien visto yo diría que eso es la sonrisa: un gesto, no simulado, de afinidad. Afinidad hacia un libro, una canción, la desobediencia civil, (las huellas somnolientas del tiempo), la insolencia de un gato, el olor a naranja.
Cuando se dice que sonreír es un gesto social, una forma de corporizarse ante el otro, se olvida que también es un acto de internalización, de beber el mundo en pequeños frascos. A diferencia de las propiedades desiguales de la carcajada, sonreír suele ser un pequeño brinco de cognición: ¿acaso no acopiamos nuestro conocimiento entre las comisuras de los labios? Visto así, la sonrisa se convierte en un gesto insumiso, ocioso, ante las fuerzas cinéticas del jolgorio.
Querida, en estas líneas descansa una descabellada petición: la próxima vez que nuestra llamada ultramarina sea violentada por los aullidos de tus compañeros de viaje, plántate frente a ellos y dedícales el mejor sopapo concebible: una sonrisa guillotinada por labios bien afilados.
Pensándote en silencio,
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