De cuando en cuando se escuchan comentarios, o jeremiadas, sobre la desaparición del intelectual, del antiguo maître à penser. Pero eso… ¿es bueno o malo? No entra dentro de lo incontestable que debamos echar de menos a esas grandes figuras que conseguían, con la fuerza de su verbo, encandilar a tanta gente para que les siguiera por el sendero poco luminoso de sus despropósitos. Nuevos flautistas de Hamelín, a fin de cuentas. Porque las mentes más brillantes no están libres de la ceguera. Para ser estalinistas, en los años treinta; o maoístas, en los sesenta, y neoliberales, en los ochenta. La cuestión era abdicar del criterio propio en nombre de la causa, pero siempre desde la confianza absoluta en la propia superioridad moral. Desde esta perspectiva, el oficio de pensar se convertía en una versión laica del viejo sacerdocio cristiano. Así, el investido con el don del saber se beneficiaba de la potestad de separar el bien del mal.
En su Genealogía de la soberbia intelectual (Taurus, 2014), el mexicano Enrique Serna ofrece una disección implacable de esta especie curiosa, en la que la que el sentido de la vanidad se impone tantas veces a cualquier otro tipo de consideración. ¿Cómo explicar, si no, que el escritor esté dispuesto a pagar porque le editen? En ningún otro trabajo podemos encontrar a tantos individuos dispuestos a poner dinero, felices, por el privilegio de trabajar. Porque no buscan un rendimiento económico sino alguna forma de gloria, aunque está sea tan trivial como los “me gusta” de Facebook. No se trata del dinero, del vil metal por el que solo se interesarían materialistas abyectos, ajenos a la contemplación sublime del mundo de las ideas, sino del poder. O, más bien, de la ilusión del poder, del espejismo romántico de que se está haciendo algo por el noble mundo del espíritu.
Porque, ¿qué es, después de todo, un académico o un literato? Por lo general, alguien dispuesto a vender a su madre para publicar un artículo en una revista especializada con una tirada de doscientos ejemplares. Porque ver su nombre en letra impresa le produce una satisfacción de naturaleza muy próxima a lo erótico. De ahí que esté dispuesto a utilizar con sus pares todos los trucos sucios con tal de sobresalir. Calumnias, insultos… Todo vale. Quevedo y Góngora, Neruda y Huidobro… Hay que despedazar al que no piensa como tú, al que puede hacerte sombra. E imponer tu punto de vista con la intensidad de un cruzado convencido de que el planeta dejara de girar si sus opiniones no se alzan con los laureles de la victoria. Por supuesto, el puro y simple arribismo se disfrazará con cualquier propósito de apariencia noble, no vaya a ser que el vulgo se de cuenta de que los filósofos están hechos de la misma carne que el resto.
La destreza lingüística se convierte demasiado a menudo en el instrumento con el que conseguir que el público comulgue con ruedas de molino. Hay que aparentar que se dice algo nuevo, como si eso fuera sinónimo de riguroso. Y decirlo de manera que a nadie se le ocurra anunciar que el emperador está desnudo. Para ello, mejor utilizar un estilo deliberadamente oscuro, de forma que los simples confundan lo ininteligible con lo profundo. Adiós, pues, a la exigencia kantiana de claridad. Y, por desgracia, también la obligación de la coherencia. Un pensador como Heidegger podía abogar por abolir la soberanía de la lógica, es decir, de la base de su disciplina, y seguir siendo considerado un clásico.
El saber, por este camino, no cumple con una función liberadora sino todo lo contrario: configura élites tan pagadas de sí mismas como las que se deben al nacimiento o al dinero. Sus dioses pueden fingir que rinden culto al librepensamiento… No nos engañemos. Sobre todo cuando se tratan de sus opiniones, el examen desprejuiciado deja paso al argumento de autoridad. Lo digo yo. Basta. De esta forma, los defensores de la libertad acaban por transmutarse en comisarios políticos.
¿Deberíamos hacer caso a unas gentes que se empeñan en persistir en el error con buena conciencia? En Historia, los paladines de Clío se empeñan en denominar “historiografía” a su particular escuela, en una interesada confusión de la parte con el todo. De la politología, mejor no hablar: teorías de moda en función de los prejuicios del analista, disfrazados con el aura de una ciencia inexistente. Miremos, por último, a los críticos literarios y de arte. No dudan en recomendarnos mamotretos indigestos en nombre de la vanguardia, a la vez que desprecian con olímpico elitismo a clásicos como Joseph Conrad y Alejandro Dumas, que serían simples novelistas de aventuras. ¿Y qué decir de ciertas teorías supuestamente indiscutibles? Para crear, uno tendría que ser infeliz, drogadicto, pobre… Como si los Beatles no hubieran llegado a una de sus cimas con ese canto a la felicidad que es Here comes the sun.
Naturalmente, el auténtico artista ha de ser serio. Se desprecia así el sentido del humor, que no es solo un signo de inteligencia sino de equilibrio mental. Cervantes puede resultar condenadamente divertido, pero eso no hará que los mandarines de la cultura reconsideren su opinión. Ni que un André Breton se permita ningunear a Oscar Wilde. Cualquier cosa con tal de que el capricho personal se convierta en ley indiscutida.
Alguien objetará que un ataque desconsiderado a la inteligencia supone una demostración de oscurantismo. La trampa es evidente: definimos el progreso en función de nuestros parámetros particulares, de forma que todo lo que no se ajuste a la visión de las luces previamente establecida no puede ser sino retrógrado. Como el vulgo no siempre se aviene a seguir ciertas directrices, se inventan conceptos como el de alienación. La masa no sabe lo que en realidad le conviene. Vota, por ignorancia, a toda clase de impresentables y demagogos. Son borregos, en definitiva.
Uno podría pensar, cándidamente, que las grandes figuras progresistas aspiran a romper estas cadenas. Error. Solo pretenden sustituir a unos pastores por otros, ellos mismos. Aunque para eso tengan que violentar los intereses de los que dicen defender, asimilados sin matices con las hordas contrarrevolucionarias. Así, el marqués de Esquilache no sería un gobernante autoritario, empeñado en obligar a los madrileños a que se vistieran de una forma determinada, sino el estadista benéfico que pretendía adecentar al populacho. Así, los alzados de La Vendée serían esclavos de las fuerzas de la reacción, como si el proyecto revolucionario de 1789 no presentara zonas de sombra. ¿Por qué iba a interesarle a un campesino un sistema de propiedad individual y capitalista que no podía sino conducir a la desposesión de su bien más preciado, la Tierra? Se diga lo que se diga, el pueblo acostumbra a saber lo que quiere.