Historia de los negros de la literatura.
Volumen IV. La época contemporánea
Ediciones El cultivo del texto
2017
545 pp.
A pesar de discursos integracionistas y de emancipación, en contracorriente a la equidad con que se extiende la justa realidad de nuestros tiempos, el campo editorial ha consignado el término “negro” para referirse a quienes escriben libros que firmarán otros. Como se sabe, se trata de mano de obra que prefiere preocuparse por su manutención que por cualquier reconocimiento. Para conjurar las ansias de cualquier heredero del Ku Kux Klan, baste decir que la palabra carece de la incómoda intención despectiva; es más, la ciencia ha comprobado ya que, en todo caso, no importa el color de piel, todos somos seres humanos y tenemos alma, incluso los más pobres. De hecho, el empleo de “negro” en toda actividad esforzada y mecánica es de lo más usual; su rendimiento –epistemológico, se entiende– ha sido tal que ha sido exportado a otros campos, donde ha sabido cultivar sus frutos.
Con este salvoconducto, Javeen Penthima (Ghana, 1957) lleva años segando los pastizales de la literatura universal en busca de sus protagonistas ensombrecidos. Autor de culto en el gremio editorial, sus libros son obligatorios en las repisas de editores y correctores de estilo, quienes incluso han promovido su labor con el respeto que el tema merece: ediciones pirata de sus obras, publicaciones de libros apócrifos o haciendo de su nombre un seudónimo colectivo. Sin embargo, su radical propuesta de lectura ha desanimado a académicos, escritores y especialistas, para quienes historiar la literatura desde las personas necesitadas que prestan su ingenio y su caligrafía no es más que una idea extravagante.
El proyecto de este viejo profesor de la Facultad de Humanidades de San José ha sido investigar desde la antigüedad hasta nuestros días el funcionamiento de los trabajadores anónimos, desde los escribas y copistas hasta los redactores, correctores de estilo, escritores fantasma o plagiados condenados al olvido. Ha socavado la historia del libro y de la edición para aislar a esa muchedumbre de gente que, como una lección de cansancio incansable para el escritor que no escribe, escribe sin ser escritor.
El profesor Penthima ha definido (por razones metodológicas) en la introducción al primer volumen, Del esclavo al escriba (2010), que “la palabra ‘negro’ designa la práctica sublime de algunos virtuosos que dan la espalda a las trompas ruidosas de la fama para consagrarse al trabajo, única actividad que enaltece el espíritu. Ajenos al murmurar de multitudes, al aprecio de la historia; reacios a la holganza de becas y premios, a las comodidades de una espaciosa biblioteca, los negros han conseguido desarrollar una nueva alquimia: la transubstanciación de la inmortalidad en oro” (Penthima 2010: 11). Todo lo cual demuestra la altura moral de Javeen, quien está muy alejado de la ya herrumbrosa “explotación del hombre por el hombre” y en su lugar reconoce la conquista de la clase trabajadora al derecho a ser exprimida durante una fluctuante jornada laboral, para así vilipendiar sin remordimientos sus domingos en botanas, películas y paseos vegetativos.
Eso sí, precavido de las posibles acusaciones de reivindicador de la marginalidad, de que la suya fuera una microhistoria o un ejemplar más de History from below, desde el primer volumen, Penthima ha aclarado que su proyecto es tan sólo identificar, describir y conceptualizar el trabajo de los negros en la producción literaria occidental, no su forma de vida ni sus vínculos sociales (Penthima 2010: 25). A diferencia de Roger Chartier, Guggliemo Cavallo y sus secuaces, la investigación no se detiene en la biografía de los secretarios, escribas, copistas o editores que han acompañado la producción libresca. El lector puede sentirse aliviado de no encontrar relatos que perturben su respeto a la figura de los grandes autores. Aquí no se refiere ninguna mezquindad ni injusticia de algún Cicerón con su secretario Tirón.
A despecho de la investigación literaria actual, su objetivo no es desajustar más las categorías que han funcionado hasta la fecha, como lo es la figura del autor; tampoco incomodar con reclamos anacrónicos de justicia. Penthima se cuida de respetar el lado de la sombra. De hecho, para él, la oscuridad del anonimato presenta la ventaja de sortear las responsabilidades que acechan al inocente que pretende escribir lo que firma: “Bienaventurada aquella mano desconocida, pues ignora el catálogo de padecimientos del autor: la angustia de la hoja en blanco, la vergüenza post scriptum, las intenciones frustradas, la infidelidad del escrito, la obra inconclusa, las malas interpretaciones, la conciencia de que todo está dicho, de que se escribe después de Ovidio, Dante, Kafka y Borges”.
En su lugar, Penthima exalta la conveniencia del negro que muere sin el temor de que su epitafio tenga faltas de ortografía. Por lo demás, antes de la hora fatal “vive con la sonrisa del segundón que se complace con las felicitaciones que se le dan a su patrón. El negro ha sido el primero en entender, desde las primeras letras, que toda labor es colectiva, que todo fruto surge de un equipo sin nombre, que sin importar la actividad de que se trate, siempre habrá alguien que se adjudique el éxito” (Penthima, 2010: 325).
Dada la enorme cantidad de negros que han invadido la historia literaria, y por el carácter de su propósito, el investigador ha evitado utilizar sus nombres, incluso ahí donde eran de uso común y conocidos por todos, como el caso mencionado de Tirón. Reacio a mancharse con algo concreto y afectivo, nuestro autor ha preferido el rigor de la taxonomía, que se ajusta mejor al anonimato zoológico de las manadas de correctores y redactores. En consecuencia, nadie se escandalice de que la labor de Aldo Manucio se adjudique a un tal Negro D-176.
Aunque el método de Penthima es algo inusual, ha sido explicado, no sin jactancia, por su autor en cada volumen con suma claridad, para perder o ganar lectores —francamente no se sabe—. El corpus estudiado se compone de las obras cumbre de la literatura occidental. Para evitar discusiones sobre preeminencias literarias, el profesor optó por la decisión estadística: se guió por aquellos autores que aparecían más en las bases de datos de bibliografía internacional hasta el 2008. Para el volumen IV juntó una lista de 150 autores, desde Carlos Fuentes y Roberto Bolaño hasta Ítalo Calvino y Raymond Chandler. Al corpus de textos aplicó dos criterios para determinar el índice de repetición y el algoritmo de variación de palabras, con el propósito ulterior de identificar estilos que, desde la estadística, puedan ser los mismos.
Prevenido del carácter ladino de los negros, de esa voluntad cimarrona con que se esfuman para confundirse en los montes de papel con otros tantos fantasmas, el profesor Penthima ha utilizado criterios propios del análisis de la información, técnicas que iluminan cualquier claroscuro: la ley de Zipf, que determina la frecuencia con que aparece una palabra, y la Entropía de Shannon, que arroja el “ritmo” con que cada palabra se repite en determinado estilo. De esta forma, Penthima ha determinado los estilos ocultos tras la fachada de un autor. Así aislados, ha comprobado que los estilos se repiten sin importar la nacionalidad o la fecha de composición de la obra. No es de extrañar que la casa editora sea una constante en estas coincidencias.
En este cuarto volumen, Penthima apunta que una de sus hipótesis era que, dada la mundialización del quehacer editorial y la ingente cantidad de libros publicados, el número de negros se reprodujera epidemiológicamente, y con ello, las formas de ver y entender la literatura y el mundo, los estilos y las poéticas de cada obra. Sin embargo, comprueba que la tendencia es una uniformidad descarada, directamente proporcional a la inflación y tasa de desempleo, aunque acota, en un alarde de sentimentalismo: “Nótese que los datos refieren a una monotonía algorítmica, la cual es incapaz de expresar la riqueza de las connotaciones, significados y sentidos que encarnan las palabras, multiplicados por el malabarismo de tropos y estructuras con que la imaginación baila” (Penthima, 2014: 450).
Una de las insinuaciones que sin duda serán motivo de dura polémica es la que sostiene el capítulo quinto de este volumen, “La sombra tras el trono”. En realidad, se trata de una pequeña traición a su rigor y propósito iniciales, pues intenta identificar a un escribidor sui generis, causa de algunas de las obras póstumas que han estado inundando el mercado editorial reciente. A su parecer, tanto El espíritu de la ciencia ficción y Sepulcros de Vaqueros, de Bolaño; las recién exhumadas de archivos personales El mundo que me encontré, de Wittgestein, Recuerdos del ferrocarril, de Kafka, y la versión definitiva de El libro de los pasajes, aprobada por el autor; la discutida Los misterios de La ópera, de un supuesto apócrifo Emmanuel Mata bajo el que escribía Carlos Fuentes, son producciones lingüísticas de un mismo emisor, cuya identidad Penthima se jacta de publicar aunque vaya en contra de sus convicciones: Negro F-35. De ahí infiere Penthima que no sería mucha sorpresa ver publicadas en poco tiempo los libros La cordillera y Días sin floresta, las “obras perdidas” de Juan Rulfo, con este mismo patrón literario.
Las investigaciones de Javeen han abierto una puerta para cualquiera que, esclavizado por su nombre, guste de la fuga. La lectura de este tomo estimula ha reconsiderar las figuras con que opera la industria editorial y el campo literario. En efecto, en cada escritor existe un negro en potencia o uno ya veterano, y viceversa. La explosión de los últimos años por la devoción que redes sociales, suplementos culturales y premios rinden a la personalidad creativa no sólo desconoce a quienes por derecho propio quieren ser desconocidos, sino que terminan por sumir en el anonimato a la colectividad de lectores y analfabetas que se expresa en novelas, cuentos y poemarios: la comunidad que alimenta la lengua.
Para quienes conocen alguno de los tres volúmenes que hasta ahora componían la Historia del negro de la literatura de Javeen Penthima, la aparición del cuarto era una expectativa asegurada. Desde hace más de diez años el investigador ghanés ha trabajado de sol a sol para cumplir con la tarifa que el público exige y que él mismo se propuso, confiado en su costumbre de sudar sangre: un nuevo volumen por año, cuyas dimensiones, pese a los inconvenientes que supuso el primero, se han mantenido, sordo a toda queja. El lector ocasional deberá estar dispuesto a padecer los placeres con que Javeen complace al más severo bibliómano: libros in folio, preparados, impresos y encuadernados por el mismo autor, amante de las galeras. Este celo exquisito es una de las tantas manías que han hecho del profesor Penthima un personaje raro, incluso para la industria neoliberal del libro, que alimenta todo tipo de extravagancias y aún más aquéllas contrarias al canon. Fiel a su trabajo, de valores sólidos aunque sin convicción, Javeen mismo se ha esforzado por encadenarse a su régimen obsesivo. A tal grado, que acaso convendría preguntarse cuántas y qué manos se ocultan detrás de las letras que firman su publicación.
De modo que, pese a la poca difusión de su obra, el furor que distingue el trabajo de Javeen y su convicción por entrever los engranajes tras el telón de toda autoría, han tenido repercusiones en la entera concepción de lo escrito. A los seguidores de Penthima, entre quienes se cuenta este reseñista, les es incapaz atribuir cualquier obra al personaje que aparece en la solapa; después de años de seguimiento continuo a La negra historia de la literatura, sólo queda sospechar por la mano que en realidad ha escrito cualquier línea. Me disculpo al lector por querer engañarlo con la siguiente rúbrica.
Semblanza:
Carlos A. Chávez (Ciudad de México, 1988). Narrador y ensayista. De vez en cuando cede al impulso suicida de nadar kilómetros en mar abierto; convenientemente, reside en la delegación con mayor desabasto de agua de la Ciudad de México.Trabajar en el ámbito editorial le ha permitido escribir sin publicar y publicar bajo otros nombres. Últimamente siente escozor por el anonimato.