Estela sintió un espasmo muy intenso en la entrepierna y no supo al principio cómo tomarlo. Estaba acostada de costado con sus nalgas pegadas a las caderas de Lucas, el extraño que acababa de conocer hace apenas unas horas. Él estaba sentado en el asiento de la ventanilla, con su regazo sosteniendo los muslos delgados de su compañera de vuelo. Habían platicado mucho tiempo de todos los temas posibles, abriendo sus almas espontáneamente. Sus palabras fueron directas y francas, motivadas por la atracción intensa e inmediata que nació en cuanto se sentaron juntos. Acaso su honestidad nació de la errónea sospecha de que no iban a volver a verse. Ahora intentaban dormir mientras el avión cruzaba la vastedad profunda del Atlántico. El destino, la suerte, la vida los había sentado juntos en ese avión de tercera que ni siquiera pantallas individuales ofrecía. Esa fue una razón más para entretenerse contándose las intimidades y adversidades de sus vidas casi treintañeras y empezar a conocerse. El aire era muy seco y el zumbido de las turbinas constante, pero ellos pudieron olvidarlo todo y sumergirse en una especie de estado sonámbulo que hizo que todo después, al bajar del avión en un continente nuevo, pareciera como un sueño.
Un nuevo retortijón en sus adentros la golpeó sin avisarle. Junto con él se despidieron de su cuerpo líquidos densos con olores seductores. ¿Y él, estaba dormido, él? O estaba sintiendo la violencia que abatía las cavidades internas de Estela desde hacía ya unos minutos. Estela tenía los ojos cerrados y observaba atenta los clamores internos y desconocidos de su cuerpo. Todo empezó cuando ella se sentó a su lado después de revisar su número de asiento. Con un suspiro se había dejado caer, cansada, sobre el asiento que le habían asignado azarosamente a la hora de hacer el check-in. Él llevaba lentes y la volteó a ver amistosamente con sus ojos gris profundo. La plática había comenzado haciéndose las preguntas de siempre. De dónde eres, a dónde vas, de dónde vienes. El sentido del humor de ambos había muy pronto roto la barrera infame de las apariencias: él le ofreció a ella oler sus zapatos al quitárselos, ella se negó con el estruendo de una carcajada. Se contaron anécdotas chuscas y enseñaron sus lados más ridículos mientras sus ojos penetraban los del otro para intentar traspasar la mera superficie de sus caras. Se habían hecho buenos amigos en cuestión de tan solo unos minutos.
Ya no había vuelta atrás, el cuerpo de Estela estaba todo electrizado. Los espasmos se repetían regulares desde dentro con aceleración constante. Aparecían ahora también en su mente imágenes volátiles donde ambos cuerpos cambiaban de posición para hacerse más cercanos y empezar a conocerse. Y aunque sabía que tenía que tomar distancia para calmar sus ánimos, no podía moverse en absoluto. Permanecía quieta, observando, disfrutando el palpitar de sus sentidos. Él estaba inmóvil, apacible al menos en apariencia.
Más temprano, cuando les habían traído la comida, ya hablaban como si fueran viejos amigos y a las sobrecargos les parecía que los dos pasajeros estaban haciendo este viaje juntos. En algún momento de su plática habían revelado sus nombres y edades, sus profesiones. Hablaron entonces de comida y de hábitos alimenticios. Que qué comiste tú en tu viaje, y qué fue lo que más te gustó. Que si intenté ser vegetariana para dormir tranquila pero mis antojos traicioneros nunca me lo permitieron por completo. Que yo como lo que sea, lo que mi cuerpo me pida es lo que me engullo en la boca. Que para mí un vino rojo, para mí un vaso de agua. Me das tu pan si ya no lo quieres. Claro, tómalo, aquí está la mantequilla.
Su corazón estaba muy agitado y le daba una especie de pavor placentero pensar que él oyera, desde su asiento en la ventanilla las palpitaciones estrepitosas de su concha. Y si no las oía, tal vez las sentía o aún peor, las intuía. Por momentos abría los ojos plenamente, para recordar dónde estaba y con quién, para tratar de entender qué era lo que estaba pasando. Los abría de asombro, de incredulidad. Lo que veía era la parte dorsal del asiento de enfrente, gris y estático, que la miraba de vuelta callado, sin emitir ningún juicio. Las turbinas resonaban en el exterior. El avión continuaba, estable, atravesando medio planeta en las alturas.
Se habían platicado qué estudiaron y dónde y lo que estaban haciendo ahora de sus vidas. Habían hablado de sus relaciones amorosas. Ella le había contado de un par de acosos menores que había sufrido al dormir en casas de extraños y él de su única relación duradera que se confundía en su memoria con su antigua afición por el polvo blanco de la euforia. Hablaron de música y cine sin poder descubrir del todo los gustos del otro y se burlaron de sus gustos más culposos. Los ojos grises de él escudriñaban los cabellos alborotados de ella, y ella concentraba su mirada en la línea delgada de los labios de él mientras él hablaba con su acento automoderado de irlandés expatriado. El hechizo había sido perpetrado, pero nadie se atrevía a dar un paso hacia adelante. Después de todo, no eran más que dos desconocidos, conociéndose sobre las nubes.
Ahora yacía ahí, con su mejilla apoyada sobre el dorso de su mano derecha, que a su vez se apoyaba sobre la izquierda, juntas las manos como cuando se reza. Músculos externos e internos jugaban a contraerse sin preguntarle a ella si lo quería. Se comandaban solos, ¿o los comandaba él? Todos sus labios estaban esperando el contacto certero con el extraño de al lado.
Sin darse cuenta cómo, se habían contado sobre los momentos decisivos en sus vidas, los acontecimientos que los habían traído por esta vereda y no aquella otra posible. Habían también filosofado sobre la posibilidad de la posibilidadde otras veredas, sin llegar a una conclusión definitiva. Él había revelado sus tatuajes escondidos, ella había buscado recónditas fotos familiares en la pantalla de su teléfono para ayudarle a entender mejor su biografía. Él había contado —con notable ligereza— sus dos experiencias de cercanía con la muerte, ella le había hablado de su decadencia moral y su insistencia por una vida más estable. Él le contó de la meditación trascendental y ella le habló de su maestro de yoga, el que siempre repite que hay que besarse los pies, cuando nuestra cara llegue a ellos, porque ellos cargan pacientes, por la vida, el peso entero de nuestro cuerpo. Homeopatía, healing shakti, acupuntura, espiritualidad… Oferta y demanda, capitalismo voraz, la Unión Europea, la futura primacía de los chinos en el mundo. Se habían agotado los temas, estaban cansados y había que dormir aunque fuera un par de horas.
Él se movía cuidadosamente creyendo así no despertarla. ¿Estás cómodo? Le preguntó ella suavemente con una nueva voz, que él no había oído en ella hasta ahora, una voz seductora transformada que provenía desde sus piernas y pasaba por su vientre y su pecho antes de escapársele por la boca. Él asintió apoyando su codo sobre las caderas de ella y extendiendo su antebrazo sobre el muslo ajeno recostado en su regazo. Las piernas de Estela se apretaban para dar paso a un placer más profundo. Se figuró en su mente cómo las manos de ese extraño se sumergían por debajo de su blusa mientras le besaba el cuello. O acaso sería más cómodo para los dos si ella se sentaba sobre él mirándolo de frente para poder sentir su roja barba acariciando tiernamente su mejilla y susurrarle que se estaba, en cuestión de un par de horas, volviendo loca por él.
Estela claramente no sabía en este momento que cuando bajaran del avión se iban a despedir con un abrazo amistoso antes de embarcar en su siguiente avión, cada quien con un destino diferente. Sobre todo, no sabía que no mucho tiempo después, se verían de nuevo reunidos por los impredecibles humores del azar. En su reencuentro, algunos meses después de su viaje transatlántico, se abrazarían al verse y sus cuerpos estarían nerviosos. Sus voces serían irreconocibles, sus gestos distintos, sus secretos infranqueables. Sus chistes no serían graciosos y sus ojos, los de ambos, estarían distraídos, como buscando alguna otra cosa en alguna otra parte. Abajo, con los pies sobre la tierra, sus vidas les pesaban y el deber, el miedo, el ansia, daban forma a sus acciones, a sus frases, sus miradas. Abajo los preocupaban mil cosas y esperaban las llamadas y los mensajes de otras personas que les recordaban con ritmo frecuente que abajo no eran libres. Abajo no los obligaban las circunstancias a estar pegados el uno al otro y a quererse en un ímpetu espontáneo, sin pensar de más y en nadie más. Abajo eran un par de mortales más, un par de desconocidos, dos extraños sin algo importante que decirse. Se despedirían con un beso nostálgico que anunciaba a ambos las postrimerías de su relación fugaz e interrumpida. Al menos ese sueño romántico (¿o erótico?) de ambos habría sido satisfecho. Estela sintió a partir del beso el mismo cosquilleo impaciente y estruendoso en su entrepierna; memoria indeleble de su viaje juntos por los aires. Se despedirían con la promesa de intentar volver a verse y la sospecha clara de una promesa incumplida. Como era de suponerse a partir de este encuentro frustrado, Estela y Lucas no volverían a saber del otro, nunca.
Pero todo esto Estela aún no lo sabía. Sintió finalmente sus piernas más vivas y despiertas que nunca y un espasmo más removió sus adentros húmedos con fuerza. El avión ya se acercaba a su destino. Con los ojos cerrados y su mano aferrada al dedo meñique de Lucas, Estela tuvo el deseo vano de que ese momento de gloria se extendiera al infinito.