Un patio vacío. Silencioso. Un anciano. Cada día a la misma hora, justo antes del recreo, llega y toma asiento de cara al sol. Sus ojos contemplan la desierta explanada. La conoce desde niño.
Saca un pitillo y, pasándoselo por las narices, aspira su aroma. Bajo los pinos del enorme patio pegó sus primeras caladas prohibidas.
Ahora es el médico quien le prohíbe fumar. Al prender el tabaco siente una sensación similar a la que experimentara de chico, y justo entonces una sirena acalla el trino de los pájaros y los chavales llenan la explanada.
Dos chiquillos pasan junto a Luis Ramírez. Bocadillos. Olor a chorizo.
«Si volviera a ser un chaval…», piensa, examinándose las manos.
Una repentina racha de aire frío le sacude. Se estremece sobre el gastado banco de madera, aturdido. Solo se da cuenta de que sus huesudas rodillas están al aire cuando tres rapaces se acercan a él y le preguntan:
—¿Eres nuevo?
Abre la boca. Se mira los pies y después la ropa. Reconoce los pantalones cortos y la camisa a cuadros. Y los zapatos cobrizos, claro.
Dejando postrados en el banco sus ochenta años, corre ligero tras sus nuevos amigos en busca de la ansiada juventud. Pero al rato se aleja cojeando del improvisado terreno de juego camino de su banco favorito.
El verdadero motivo de su abandono es el aburrimiento. El juego, tras unos breves minutos, ha dejado de interesarle. Todo aquello que, si de verdad fuera un niño, formaría parte de él, le resulta chocante y ajeno.
«Soy un niño con alma de viejo», se dice.
Baja la cabeza al comprender que no tiene fuerzas para comenzar de nuevo. Llora en silencio al comprender que no tiene fuerzas para afrontar una segunda existencia.
—Si volviese a ser viejo… —desea con fuerza, alzando ligeramente la voz.
La sirena suena larga, exasperantemente larga. La chiquillería desaparece tragada por el compacto edificio. El patio queda, una vez más, en silencio, vacío.
Los gorriones se lanzan al suelo en busca de las migajas. Luis descubre un trozo de pan y alarga el brazo para cogerlo. Se percata entonces de que su mano curtida es la misma de siempre. Sonríe por dentro y por fuera. Rompe el mendrugo en pequeños trozos y da de comer a los pájaros.
Saca un cigarrillo. Lo enciende. Aspira el humo con placer. Al otro lado del patio, bajo los más frondosos pinos, dos zagales hacen lo propio a escondidas. El anciano contempla la escena con nostalgia. El sol le está calentando los huesos y puede, más que recordar, revivir aquellos lejanos momentos. Cierra los ojos y nota el familiar calor en los párpados.
—Luis, pásalo —le dice Enrique, su inseparable amigo de adolescencia—. ¿No me has oído? ¡Te lo estás fumando tú todo! ¡Pásamelo!
Luis toma aire. Deja el pitillo sobre el banco, los ojos siempre cerrados. Si Enrique es real, ya lo cogerá. Pero abrir los ojos, nunca. Porque de hacerlo descubriría que su amigo está a su lado, y la pesadilla volvería a comenzar. O que no está, y el sueño moriría.
Foto: Carolina Basi (Pexels)