Por el poeta y periodista Fabián Muñoz me enteré de que apenas ayer lunes falleció el poeta, ensayista y traductor David Huerta (1949-2022), a quien quiero recordar brevemente como maestro y amigo.
Lo conocí cuando coordinó el taller literario de la Casa de la Cultura de Aguascalientes, allá por los años ochenta, en el mezanine del teatro Morelos. Yo había estado en los talleres de Miguel Donoso Pareja y David Ojeda, uno de sus mejores discípulos; pero ellos hacían prosa y yo quería saber qué podía decir de mis textos un poeta con cierto prestigio. Además de relacionarlo con Efraín Huerta (1914-1982), uno de mis favoritos, había leído El jardín de la luz (1974) y Cuaderno de noviembre (1976). Después conocí Versión (1978), Incurable (1987) e Historia (1990),
Ya en los noventa, asistí a casi todos los seminarios de literatura que impartió a través del Conaculta durante diez años en diferentes ciudades, con participantes que viajábamos de todos los rincones de la geografía nacional para discutir y compartir ideas y algo más durante una semana. Ahí conocí gente talentosa con quienes hice amistades aún vigentes, supe de obras interesantes de las que sigo aprendiendo, igual que entonces aprendí a plantear ideas de manera clara y precisa.
Los seminarios se realizaban cada otoño, con un tema general que se establecía un año antes y sobre el que debíamos presentar una ponencia doce meses después. Había plena libertad para realizar los trabajos, con la única condición de sustentar los planteamientos con argumentos sólidos, lo más ordenadamente posible. La mayoría presentaba ensayos en los que se advertía la familiaridad con el género, el dominio de las herramientas básicas y la seriedad de sus lecturas, no pocas veces en lenguas extranjeras. Otros llegábamos con notas sueltas, referencias incompletas y un puñado de ideas más bien confusas, que en las discusiones podían aclararse o terminar de oscurecerse.
Para todos tenía David Huerta un comentario interesante o una sugerencia enriquecedora; inevitablemente, abundaban para los mejores trabajos. A nadie extrañaba que a veces dichos comentarios tuviesen más interés que los trabajos. Llamaban la atención sobre algún aspecto de la reflexión que se nos ofrecía con respecto al tema de ese año. Y también sin remedio, ponían en evidencia los terrenos más frecuentados por su autor: las letras inglesas, el Siglo de Oro español, los clásicos grecolatinos. Sabía darles a las referencias literarias una pertinencia adecuada para expresar ideas literarias, tan sencillas o complejas como se quiera y requiera, dejando siempre un margen de participación al destinatario.
Más que la vastedad de sus conocimientos, lo que no los minimiza para nada, me atraían las afinidades con el poeta. El que invitaba a ver las cosas desde un punto de vista tan riguroso en el manejo de las referencias como libre para explorar terrenos inéditos aprovechando esa cabalgadura. Este jinete sabía provocarnos al menos curiosidad en aquella tonalidad de la luz visible solo desde cierto lugar a una hora precisa y bajo ciertas condiciones atmosféricas, en Martín Luis Guzmán o en Mallarmé, como se veía a continuación. Leíamos fragmentos y discutíamos, no para estar de acuerdo, sino para dejar en claro por qué estábamos en desacuerdo. Porque de eso se trataba: de desarrollar el propio punto de vista en la medida y dimensión que cada participante decidiera, sin más restricciones para la creatividad que las propias de cada uno. Demostrar lo inagotable de la literatura cuando se practica la lectura creativa.
Con ese afán, durante una década abordamos temas como la obra de Cervantes o la de Harold Bloom, los clásicos, Octavio Paz y Ramón López Velarde. Ciertamente, David proponía los que le parecían más interesantes; algunos también hacían sugerencias y al final se decidía por consenso. Convencidos de que cualquier lectura de una obra literaria existe provisionalmente, compartíamos la que habíamos desarrollado durante un año, reconociendo nuestras diferencias como un rasgo deseable. Confiábamos en las propias fuerzas para enfrentar la crítica implícita en la diferencia de método, enfoque o estilo; con espíritu alpinista remontábamos cumbres inamovibles: Homero, Sófocles, Ovidio, Milton. Y nuestras lecturas, solitarias por naturaleza, convergían en el espacio creado por nuestra participación.
Muy pocos permanecieron hasta el final del ciclo, como Alberto Chimal (1970). Entre quienes acudieron algunos años recuerdo al narrador y ensayista Eduardo Antonio Parra (1965), el poeta y ensayista Luis Vicente de Aguinaga (1971), el narrador y ensayista Israel Carranza (1972); el poeta, narrador y ensayista Julián Herbert (1971); la poeta, narradora y promotora cultural Citlalli Xochitiotzin Ortega (1957), entre otros.
El Seminario de Literatura estaba dirigido a quienes David Huerta consideraba buenos candidatos y amigos, sin que una cosa impidiera la otra. Nos invitaba a compartir la lectura de grandes obras literarias a través de la escritura, con imaginación y rigor, generosidad y talento. Cumplió cabalmente.