A veces, mientras estoy hablando con alguien, imagino cómo quedaría su foto enmarcada en uno de esos pequeños portarretratos ovalados que se ponen en las lápidas sepulcrales. Y, a veces, después de unos días, me entero de que esa persona ha fallecido.
Siempre que esto ocurre, una oscura fuerza me arrastra hasta el cementerio, y busco y busco y busco, y finalmente me quedo contemplando el pequeño retrato oval, que es exacto al que imaginé.
Al principio no me preocupé demasiado, pues las personas que iban cayendo no eran muy allegadas. Estaba intranquilo, sí, pero no entendía qué estaba pasando, no me creía lo que estaba pasando, y ese escepticismo me ayudaba a llevar mi carga con dignidad.
Me derrumbé hace tres meses, cuando vi a mi hermana enmarcada en uno de esos odiosos portarretratos ovales. Casi me vuelvo loco. No podía dormir. No podía trabajar. Mis pensamientos eran enfermizos. Llegué a creer que era yo quien provocaba —inconscientemente, por supuesto— la muerte de las personas que mi imaginación enmarcaba en el siniestro portarretratos ovalado.
Mi hermana falleció al quinto día. La atropelló un conductor borracho. Mientras esperaba al autobús. Y pensar que hubiera podido prevenirla… ¡Lo que lloré, lo que me torturé, pensando que podía haberla salvado! Pronto comprendería lo equivocado que había estado al pensar así.
Ocurrió hace un mes, la última vez que mi padre pasó conmigo un fin de semana. En cuanto visualicé su retrato ovalado, le pedí que se quedara unos días más. No sirvió de nada. Aunque no me separé de él ni un segundo, murió de un derrame cerebral al quinto día.
Me hubiera gustado contárselo. Me hubiera aliviado poder hablar con él de mis visiones, de mis premoniciones. Si no lo hice, fue por miedo. Por miedo a que no me creyese. Por miedo a decepcionarle.
Ahora estoy sentado sobre la hierba, en el parque que hay frente a mi casa, escribiendo estas líneas. ¿Que por qué escribo esto? Porque no tengo otra opción, porque nada más me queda por hacer, porque todo es ya inútil.
A estas alturas, seguro que quien esté leyendo estas desesperadas palabras ya habrá adivinado, ya sabrá, que esta mañana, al mirarme en el espejo, me mareé y caí al suelo.
Acababa de ver —con absoluta claridad— mi propio retrato oval.