Crece en el aire el polvo,
llena los cielos.
Se hace de tierra y de perpetua caída.
Es lo único eterno.
Sólo el polvo es indestructible.
“Las ruinas de México (Elegía del retorno)”, J. E. Pacheco.
Hacía pocos días que la alerta por los huracanes nos causaba desvelo. Las inundaciones, la destrucción del agua, los muertos. Luego, el jueves 7 de septiembre por la noche, a punto de ser viernes, nos despertaban con noticias alarmantes: el terremoto más potente en los últimos 100 años de M.
Chiapas y Oaxaca tenían la más cuantiosa devastación, y las réplicas parecían no tener fin. Doce días después, la alerta era creciente: las imágenes mostraban destrucción por doquier. La Ciudad de México en ruinas, los cientos de desaparecidos, el número de muertos en aumento, la incertidumbre, el caos, los edificios desplomados, las redes de telefonía saturadas, las ciudades sin luz, los niños, las mascotas, los enfermos… el miedo.
El rostro desencajado de todo aquel que vive estas tragedias lejos de sus seres queridos, es indescriptible. De inmediato se vio la prisa por las llamadas, los mensajes, el contacto que muchas veces no se logró en las horas siguientes; otros incluso ya no lo lograron nunca.
Nuestros lutos no terminaban ahí. Cada trozo de esperanza nos era arrancado con furia: los niños del Rébsamen, la invención de Frida Sofía y sus acompañantes bajo la mesa de granito, nuestros ojos expectantes ante cada nueva petición de silencio y la furia al descubrir que las sospechas de la farsa eran verdaderas.
No olvidemos también el luto que sentimos hacia el valor de la humanidad: los asaltantes aprovechando toda ocasión, los saqueos, robos a casa-habitación, las retenciones de donativos en Oaxaca, las donaciones miserables por parte de los políticos, el aprovechamiento de las empresas para hacerse publicidad, los ‘famosos’ luciendo su apoyo en las redes sociales…
El luto ocasionado por la moda: la ayuda que llegaba de más en lugares ya no necesarios, contra la ayuda que se pidió y nunca llegó. La crítica hacia la juventud que supuestamente no se apareció a ofrecer apoyo, contra la crítica hacia la juventud que sí se acercó a hacerlo, pero antes quiso tomarse una selfie.
La vergüenza que causa el mandatario de M. cada que intenta hilar comentario y no lo logra. Los lugares olvidados por el apoyo. Los lugares de los que nadie se enteró que estaban devastados por todos los últimos fenómenos naturales que atacaron el país, porque no son capital económica.
El luto de ver pasar los días mientras se avanza hacia el recobro de la cotidianidad y la memoria que parece no prevalecer, parece borrarse junto con cada cubeta de escombros que pasa mano a mano. El luto de que, han pasado sólo siete días y la mesa de las donaciones ya se encuentra vacía. La urgencia de pedir a todos que continúen, que no se acabe la hermandad, que no huya la esperanza.
Pero a final de cuentas vivimos en el país de todos los lutos: confianza, vida, solidaridad, edificaciones, valor, respeto… todo gradualmente se va convirtiendo en nuestro siguiente entierro.
Y mientras todo sucede, Tú lee en voz alta los versos de Pacheco que hacen eco del recuerdo de 1985:
Para los que ayudaron, gratitud eterna, homenaje. Cómo olvidar –joven desconocida,
muchacho anónimo,
anciano jubilado, madre de todos, héroes sin nombre–
que ustedes fueron desde el primer minuto de espanto a detener la muerte con la sangre
de sus manos y de sus lágrimas;
con la certeza
de que el otro soy yo, yo soy el otro,
y tu dolor, mi prójimo lejano,
es mi más hondo sufrimiento.
[…]
Reciba en cambio el odio,
también eterno, el ladrón,
el saqueador, el impasible, el despótico,
el que se preocupó de su oro y no de su gente,
el que cobró por rescatar los cuerpos,
el que reunió fortunas de quince mil millones de escombros
donde resonarán eternamente los gritos
de quince mil millones de muertos.
Gracias, M., pero aún no te canses. Resiste.