Ilustración: La marcha de la humanidad de David Alfaro Siqueiros.
Lo que ha hecho del Estado un infierno sobre
la tierra es precisamente que el hombre
ha intentado hacer de él su paraíso…
Hölderlin
En las entregas anteriores recalcamos los momentos en los que el mexicano ha tratado de consagrarse como un ser único, independiente e irrepetible. En uno de esos momentos, se apuntó el hecho de que la religión –en este caso, el catolicismo– resultó ser una suerte de voluntad unitaria, como dijera Paz; es decir, el catolicismo fue el agente unificador de esa Nación en ciernes que era México, y que después fue reemplazado por la política liberal-positivista de la Reforma y la Revolución. Sin embargo, estas ideas me parecen discutibles e, incluso, peligrosas.
Me explico, si bien es cierto que tanto la religión como el liberalismo pretendieron unificar –al menos por un tiempo– al país, me parece que es un “arma de doble filo” el que la unión entre naciones, o seres humanos, provenga del hecho de que se hable la misma lengua, se profese la misma religión, se pertenezca a un mismo orden político o a una misma nación.
Antes bien, dicha unión o, mejor dicho, comunión, debería surgir de comprendernos como seres del mundo, aceptando –y no cancelando– las diferencias que nos constituyen.
Así, por ejemplo, el mexicano no es ni blanco, ni indio: es la síntesis de ambas estirpes. Es de esa unión de dónde proviene su grandeza: el mexicano es fuerte, orgulloso, desconfiado, sí, pero leal y solidario para con los suyos. Pero los suyos no deben ser solamente sus compatriotas, sino todos los hombres.
Por eso me parece absurdo el resurgimiento de aquel resentimiento por lo poco o mucho que hay de español en nuestra cultura; o lo que es lo mismo, la obstinación por querer regresar nuevamente a ese pasado indígena. Y es absurdo porque eso es un signo de que vamos en retroceso, de que estamos muy lejos de lo que se logró en el país con la Revolución, y que apuntamos la entrega anterior; y más lejos todavía, como humanidad, de lograr una verdadera comunión.
Hasta hace poco pensaba que no volverían a surgir discursos de extremo nacionalismo, discursos así de excluyentes y feroces. Entiendo, por un lado, el hambre que tiene cada Nación de consumar su ser; no así el afán de pasar por encima de las demás. Después del muro de Berlín, no pensé que el ser humano pudiera llegar nuevamente a pretender construir un muro como represalia o “castigo” a otra Nación. Y, sin embargo, varios eventos actuales me –nos– han demostrado lo contrario. ¿Acaso tenía razón Nájera?
Acaso esos instintos heredaron
y son los inconscientes vengadores
de razas o de estirpes que pasaron
acumulando todos los rencores
Deberíamos pensar la consumación del ser como una labor propia de la humanidad y no del mexicano o del tailandés por separado. Yo sostengo, junto con O’ Gorman, que: “de entre todos los proyectos de vida que se han imaginado y ensayado a lo largo de la historia universal, ese programa es el único con verdadera posibilidad de congregar a todos los pueblos de la Tierra bajo el signo de la libertad”.[1] Así, pienso que quizá lo mejor sería quemar todas las banderas, arrojar al olvidar todo tipo de nacionalismo –junto con todas sus prácticas– y ser, simple y llanamente ser…
Con este texto concluimos nuestra reflexión sobre México y el nacionalismo.
[1] O’ Gorman, Edmundo, La invención de América, México, FCE, 2016. pp. 201-202.