—Estaban quemando la alcaldía, le tiraban palos y piedras—me dijo “Edwin”.
El once de marzo del dos mil dieciocho, el pueblo no quiso votar en la primera de tres elecciones dispuestas a definir al próximo presidente de Colombia y que también elegirían a los integrantes del congreso. Francisco Pizarro, tal cual su nombre oficial o Salahonda, como le dicen los locales, es un pequeño pueblo escondido entre manglares, de difícil acceso y cerca de la frontera con el Ecuador. Fue el único lugar del país con resistencia al voto; la razón, la guerrilla del ELN (Ejército de Liberación Nacional) y los pequeños grupos armados del lugar, según los medios; la carencia de servicios básicos y el abandono estatal, según sus habitantes.
—Es lo de siempre, cuando el pueblo se emputa salen y dicen que uno es guerrillero —termina de nuevo “Edwin”.
Dicen que lleva el nombre de Francisco Pizarro por el conquistador español quien, en su viaje desde Panamá y con destino a Perú, arribó a lo que hoy se conoce como la isla del gallo, la cual no es realmente una isla.
—Lo chistoso es que acá no habían gallos, los gallos son animales europeos. Pizarro estaba rodeado de culebras, pero por confusión Pizarro le colocó a esto la isla del gallo.
En una playa cuya dirección hacia el sur es Tumaco, Pizarro llegó con sus hombres. Cansados y asolados por los indígenas de las costas panameñas, los soldados se encontraban a punto de desertar, por lo que el futuro verdugo del emperador Atahualpa se decidió a trazar una línea en la arena en tierras costeras del hoy departamento de Nariño (Colombia): quien cruzara la línea viajaría con él hasta el Birú (Perú) y de esta manera se enriquecería, tal como ocurrió después gracias al oro y la sangre inca; quien no cruzara podía volver hasta Panamá y enfrentar los respectivos peligros del viaje… moriría pobre. La cruzaron trece, quienes esperaron en la isla Gorgona por refuerzos para continuar hasta los centros del poder inca. Lo demás es historia.
No a muchos les gusta el nombre Francisco Pizarro, a otros no les importa; sin embargo, todos parecen referirse al lugar como Salahonda. Incomunicado, sin agua potable, hospital o un buen servicio de energía, Francisco Pizarro cumple con las características comunes del Pacífico colombiano. Sumado a esto, es un corredor más del narcotráfico; a cuarenta minutos por vía marítima desde Tumaco -el lugar con mayores hectáreas sembradas del país- se convierte en un lugar estratégico para aquellos que zarpan o pasan por su territorio marítimo de noche rumbo a las costas de Centroamérica. Con “Edwin” seguimos caminando, en el pueblo no hay automóviles, sus vías de acceso no lo permiten. Al lugar se puede llegar solamente por mar o por estero; si se va desde Tumaco se toma una lancha. A mí me tocó un lanchero que piloteaba su bote con el ego común de todo joven frente a un motor, conducía como si manejara una motocicleta. El viaje dura alrededor de cincuenta minutos y, después de entrar por un estero se llega al pueblo; los muellecitos y las casas de palafito saltan a la vista, de la misma manera que el calor húmedo abraza al cuerpo. Unas cuantas motos, traídas en lanchas grandes desde Tumaco, merodean por las calles, recorriendo el mismo camino todos los días del año. En las calles hay festones de plástico, en el parque central corretean niños, conversan ancianos y se escucha el ruido de los parlantes que los jóvenes cargan en sus hombros. Todos se saludan y se conocen, en Salahonda eso de la globalización es un discurso a medias; es un vecindario un poco grande. Tal cual la tradición española lo escribió sobre piedra para los países latinoamericanos, alrededor del parque central se encuentran la iglesia y la alcaldía.
—El problema con la gente es que no se organiza —dice “Edwin”—. La gente come entero, por estos lados siempre nos meten los dedos a la boca. Y como el gobierno también es desorganizao, entonces nos jodemos el doble. Cuánto tiempo va ya desde que se firmaron los acuerdos con la guerrilla y por acá no ha llegado nada desde Bogotá.
Para nadie es un secreto que el Pacífico es asolado por la violencia. Desatada, entre otras cosas, porque pasó a considerarse una zona estratégica en cuanto al envío de droga a Centroamérica, principalmente a México; si el Caribe había sido el corredor durante los ochentas, el Pacífico es la nueva vía. El estado acusa a las estructuras del narcotráfico y a las guerrillas emergentes, las personas acusan al estado de ser como un padre borracho perdido desde el principio de los tiempos y dicen que cuando aparece es para golpear a su hijo, después vuelve a desaparecer.
—¿El estado? —dice “Edwin” con rostro sardónico—. Pero si esos tipos no sirven oye, dígale usted que está más cerca, allá en Cali, que se pase por acá.
—Lo mismo pasa en un cuento de Juan Rulfo, Luvina… la gente se refiere al estado como un sujeto que anda perdido.
—¿Qué?
—Nada, nada…olvídalo.
A eso de las cinco de la tarde el calor húmedo cobra fuerza como para desparramarse en la brisa de los minutos siguientes. El parque está pintado de un azul tipo nevera de los años cincuenta pero de pigmentos descascarados y caídos; la sal no perdona nada y lo corroe todo… la sal y el clima del mega sistema más pluvioso del mundo: el Chocó Biogeográfico que inicia en los límites de la fronteriza selva panameña, atraviesa todo el litoral y termina en el norte del Ecuador, en la provincia de Esmeraldas. Nos dirigimos a la playa. Cuando llegamos tenemos un Océano Pacífico agresivo; un Pacífico más oscuro y gris que el Caribe, casi religioso. A la izquierda por el camino de llegada se observa una saliente de tierra, a lo lejos se ve y “Edwin” me confirma que por allí encalló Pizarro con su banda de fugitivos españoles. Por lo visto el corredor marítimo no ha sido frecuentado por las mejores personas y esto data de mucho tiempo atrás. Sin turismo, hecho curioso, el paisaje es irreal, oculto; el mismo abandono estatal ha permeado la playa de esa creación moderna llamada turista. Para los entes centrales es Francisco Pizarro, el municipio colombiano ubicado en el sur del país y de jurisdicción del departamento de Nariño; mientras Salahonda conserva la soledad de sus aguas. Pese a que los visitantes de la playa son pescadores, concheras u otras personas del lugar, puede verse también la decoración de los frascos de límpido, bolsas y otra cantidad de objetos de plástico. “Edwin” me dice que la basura es traída por el mar desde Tumaco. Nos sentamos en un tronco y yo enciendo un piel roja, observamos a un grupo de hombres dispuestos a pescar.
—Es pesca con chinchorro —me dice cuando le pregunto por aquella actividad—. Uno de los tipos se pone como cabo en la playa con uno de los extremos de la red, mientras que el otro extremo se lo llevan en el bote hacia adentro, después hacen una medialuna y horas después recogen la pesca.
Uno de los hombres amarra una soga a su cintura, después se le suman otros dos, a lo lejos el bote se introduce en el mar. Para “Edwin” es algo irrelevante, para mí no. En Salahonda no hay gimnasios y aún así el cuerpo de los hombres es marcado, igual el de las mujeres. Los hombres tienen un equilibrio nato, muy natural y de mucha gracia; pasan de un bote al otro con delicadeza varonil. En Salahonda no hay tanto mestizaje como en Tumaco, los genes negros se mantienen y permiten cuerpos similares a los de los hombres que hacen de cabos para el chinchorro. En ese momento pasa por el lugar uno de los profesores de los dos colegios del sitio, de quien me referiré solo como el “profesor”. “Edwin” conversa con él mientras observo un caballo negro, flacucho y solitario recorrer la playa; pienso también que la palabra Salahonda encierra un sonido y un significado que no puedo atrapar del todo y que tal vez sería diferente si no fuese un fulano de clase media criado tan lejos de aquella playa. El profesor semeja a un viejo sacado de uno de los cuentos de Tío Conejo; es un mulato de ojos claros y de unos sesenta y tantos años. “Edwin” nos presenta y al cabo de unos minutos nos encontramos hablando de varias cosas. El profesor entonces nos relata su historia favorita, la del tsunami del setenta y nueve.
El doce de diciembre de mil novecientos setenta y nueve un terremoto tuvo su epicentro a poco más de sesenta kilómetros de la costa de Tumaco, en la punta suroccidental de Colombia. El profesor era apenas un hombre joven y terminaba de estudiar la secundaria en Tumaco, dado que en la época no había escuelas en Salahonda. Quienes se educaban debían irse a vivir a su lugar de estudio o someterse a un viaje diario de horas por el Pacífico para volver a casa, eso sin tener en cuenta las mareas. Él sintió el movimiento en la madrugada y de inmediato encendió la radio; pese a que Tumaco estaba más comunicado con el resto del país, tampoco poseía televisores. El profesor se asustó y ya en la calle pudo encontrarse con cantidad de personas igual de asustadas; algunos como él, preocupados por sus familiares en Salahonda, pero también en los otros pueblos igual de incomunicados de la costa pacífica nariñense: San Juan, El Charco, Mosquera.
—Los que teníamos la familia por acá estábamos más asustados porque en la radio decían que San Juan de la Costa era el más afectado y si a nosotros nos había golpeado en Tumaco, entonces se decía que como Salahonda estaba en el medio de Tumaco y San Juan, estaría peor —dice el profesor como relatando el mayor de los acontecimientos que le haya podido ocurrir a los seres humanos—. Y por acá que no había ni policía ni ejército ni nada de eso. Con un grupo de personas nos fuimos para la peña del morro en Tumaco a mirar desde allí hacia acá al pueblo. En esas se la pasaba uno, esperando y no fue hasta ya por la noche de ese día siguiente que apareció un señor en una canoa diciendo que acá todo estaba bien y que gracias a Dios no nos había tocado tan duro como San Juan, el mismo Tumaco, El Charco o Mosquera.
Otro relato, muy común entre las personas de Tumaco narra que a principios de mil novecientos, un tsunami amenazó la costa pacífica. Las personas en Tumaco se encontraban asustadas y fueron hasta las puertas de la iglesia para pedir ayuda al sacerdote en contra de una supuesta ola gigante que amenazaba el pueblo. El padre caminó hasta la playa del morro -esa misma por donde el profesor Benjamín setenta años después miraba hacia Salahonda con preocupación- sacó una de sus hostias consagradas e hizo la señal de la cruz en el aire, ante la cual la masa de agua no tuvo otra opción que direccionarse de nuevo al interior del océano. El sacerdote se llamaba Gerardo Larrondo y de inmediato se ganó la ovación de la gente, era un milagro.
—Pero es que eso también pasó acá —me interrumpe “Edwin”—. Sólo que en esa época acá sacaron la figura del Señor del Mar para devolver la ola, por eso es que es el patrono del pueblo.
Unos treinta kilómetros de mar separan las costas de Tumaco y de Salahonda, pese a que ambos lugares se encuentran en sectores continentales (Tumaco también se asienta sobre dos islas comunicadas al continente por un pequeño puente) la comunicación terrestre es prácticamente imposible. Un terreno de manglares, de esteros, de selvas y de grupos armados ante los cuales ya no se sabe por qué luchan o qué defienden, se interpone. Y las soluciones tampoco parecen cercanas, por toda la zona los cultivos de coca se han incrementado, como la proliferación de grupos cuya ideología parece ser la de machos criminales, producto de la desastrosa historia de los últimos cincuenta años.
La restitución voluntaria de los cultivos no podrá darse, según observan “Edwin” y el profesor, hasta que los campesinos no tengan en su mismo territorio las vías y las condiciones técnicas necesarias para comerciar sus productos. Si esto se pone en ejemplo equivale a decir que mientras un campesino de Salahonda cultiva plátanos, debe sacarlos por mar hasta Tumaco o hacia El Charco -poblaciones pequeñas y con economías débiles- asumir los costos de transporte y venderlos a la par de la competencia con alguien, digamos de Tumaco, quien los cultiva a pocos metros de donde se vende el producto. Sin vías, por lo menos para sacar los productos, la restitución de cultivos ilícitos no tiene mucho sentido dado que los narcos financian los campos de la mata, pero son ellos quienes la recogen y la pagan a un mejor precio. Con la satanización de la hoja de coca -considerada ancestral por muchas tribus indígenas sudamericanas- durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe, el campesino colombiano se convirtió en criminal y lo sigue siendo en las conciencias de las buenas gentes del centro del país. Según “Edwin” y el profesor, esto es un asunto de supervivencia y no de maldad.
—Lo que pasa es que por allá por Bogotá… por el centro del país, creen que por acá nos vivimos matando, pero usted ve que no es así —dice el profesor.
Es así, le digo, también pienso que aquellos hombres y grupos operan desde el silencio. De todas maneras ambos lo dicen por obvios motivos, podría decirse que hay una especie de catastrofismo de los medios colombianos frente a las zonas del Pacífico. Claramente esto justifica el constante gasto militar del gobierno al litoral, pues la zona se ve desde el centro como el corredor de la droga… y pare de contar. A una de las preguntas en el último debate presidencial que, justamente centraba la atención en el Pacífico, sobre las propuestas de comunicación en vías y desarrollo para este tipo, los candidatos respondieron casi lo mismo: el centro del país debía conectarse con el puerto de Buenaventura, ubicado en el departamento del Valle del Cauca y principal puerto comercial de Colombia, pues esto mejoraría el comercio internacional. Buenaventura se encuentra a doscientos setenta y cuatro kilómetros de Salahonda y es parte de un departamento distinto, mientras que de la comunicación entre la misma zona, de un pueblo a otro, no habló nadie.
—No ve que ni cumplieron con la vía terrestre entre Tumaco y Esmeraldas en el Ecuador —dice el profesor—. A uno le toca irse por mar todavía, porque los ecuatorianos terminaron su parte hace muchos años y la de Colombia sigue estancada.
Cuando el profesor termina, los tres reímos y es esa misma risa de todos los lugares de Colombia, el barniz de nuestros graves problemas y que ya no sabemos si es buena u oculta ese mismo comportamiento fresco ante lo trágico. El profesor se despidió, tenía cosas por hacer. Le propongo a “Edwin” tomarnos una cerveza en el caserío de la playa y acepta; en medio del camino nos encontramos al mismo caballo negro de la playa, un caballo con el comportamiento de un perro. Pedimos dos cervezas y tomamos asiento, la brisa es agradable. El lanchero del viaje desde Tumaco entra en la misma tienda, es joven y no tiene más de veinte años; el acné fuerte de sus pómulos lo delata, pero parece mayor ya que es un joven fornido, de vigor.
—¿Vos sabés cómo consiguen la plata los lancheros para comprar las lanchas?
Es claro que en Salahonda un joven no tiene acceso al dinero necesario para pagar por una lancha, y mucho menos para los motores Yamaha. “Edwin” me mira con cierta risa en los ojos, como diciendo: obvio no tienen el dinero… y cómo crees que lo consiguen. Volvemos a lo del pueblo como lugar estratégico, a beneficio de aquellos municipios de Nariño incomunicados con la costa: Barbacoas, Mawí Payán y Roberto Payán. Lo que se cocina en estos lugares es exportado por las costas de Salahonda: sus enormes playas juegan a favor de los traficantes. Por esto se hacen necesarios hombres arriesgados, esos jóvenes que se le miden a hacer los viajes. Una vez “coronado” el viaje hasta México, se devuelven con el dinero para comprar su propia lancha: los primeros viajes los hacen en las lanchas de los dueños del cargamento. Viajan de noche, con GPS, con un par de motores endiablados y con temor de la DEA, cualquier especie de ejército marítimo o de la Guardia Costera gringa, esa misma a la que un artículo del New York Tymes acusa de estar torturando en sus botes de alta mar a lancheros colombianos y del norte del Ecuador capturados, en lo que es denominado el castigo de los Guantánamos Flotantes. De los que vuelven, la mayoría no siguen pisándole la cola al Diablo, se compran una lancha y comienzan a trabajar en el transporte. Otros, en cambio, o no coronan o son capturados en su segundo viaje.
—Los encanan —dice “Edwin”—. Pero eso es tonto porque esos manes son los últimos de una cadena, son pescadores o gente loca o necesitada que se tira a la aventura, porque a los duros nunca los cogen.
Mi compañero me dice que debe irse a casa, yo apenas me doy cuenta de su condición de padre de familia y ya son más de las ocho de la noche; a mí me parece bien, para él es tarde, lo entiendo y bajamos hacia la zona del parque central. Bajar es continuar con una experiencia de olores. Casas de madera sobre todo, pero también de ladrillo y de lámina; la vida parece no fluir. Algunos viejos juegan cartas u otros juegos de azar en la entrada de las casas. Los niños juegan futbol y corretean por todas partes. Algunas calles se encuentran adoquinadas y otras no, mientras las casas parecen vencidas por el sol y por la sal; la corrosión se lo come todo y no da tregua. Hacia la derecha se encuentran los barrios de palafito, aquellos que se inundan con las aguas de uno de los afluentes del Patía; hacia el izquierdo un peladero conocido como la cancha de futbol. La atmósfera musical es similar a la de otras partes de Colombia: vallenatos, reguetón, salsa, sólo que decorada con la atmósfera generada por el calor húmedo.
La mitad del pueblo permanece a oscuras; una oscuridad ambientada por risas de niños y por el ruido de dados de parques golpeando contra un vidrio. En la iglesia se escuchan alabanzas, creyente o no, es imposible negar que el color de la voz de las mujeres negras aleja al cristianismo de la solemnidad y de la muerte, atmósferas características de las liturgias. Las mujeres juegan bingo en los pórticos con los niños, los señores a las cartas; todos alumbrados con velas.
—Los hijueputas de Cedenar —dice “Edwin” refiriéndose a la empresa departamental prestadora del servicio—. La energía nos la quitan por unas horas en una parte del pueblo y por otras horas en la otra parte. Y así dicen que cuando uno se emputa entonces es guerrillero, si nosotros no pedimos las cosas entonces quién.
En Salahonda no hay una planta eléctrica grande, en estos casos las personas utilizan plantas generadoras portátiles que funcionan a base de gasolina. De un momento a otro comienzan a encenderse y el ruido es el del último confín de una industria pesada: inevitablemente calla las voces cantoras de las negras. Ya en el parque me despido de “Edwin”, me siento, tomo otra cerveza y marcho al hotel. La habitación está a oscuras y sobre la pared posa un ventilador inútil. En los noticieros nunca se habló de Salahonda pero sí de Francisco Pizarro, tal vez porque no lo conocen realmente: Pizarro es tan solo un lugar de jurisdicción del departamento de Nariño, el lugar de las FARC y del ELN, también es el lugar del que se dicen pocas cosas en la Wikipedia; Salahonda es otra cosa.
El pueblo también será el único de Colombia que no votará en las próximas elecciones del veintisiete de mayo.
Semblanza:
Andrés Arroyave Zapata, Cali (Colombia). 26 años. Me considero un escritor en formación con intereses particulares en el cuento y en la crónica, como en la fotografía de viaje. El género de la crónica me interesa, primeramente, como posibilidad de acceso a relatos ocultos en la historia de conflicto que mi país ha vivido. Soy ganador del concurso nacional de cuento, en Colombia y actualmente me dedico a series de entrevistas con miras a la publicación de una revista virtual sobre teatro y cine