Nos dice Constantino Bértolo: «Leer un texto no es una tarea simple, requiere competencia. Requiere atención, memoria, concentración, capacidad de relación y asociación, visión espacial, cierto dominio léxico y sintáctico de la lengua, conocimiento de los códigos narrativos, paciencia, imaginación, pensamiento lógico, capacidad para formular hipótesis y construir expectativas, tiempo y trabajo.
Un texto es un constructo que hay que deconstruir y reconstruir, y eso exige esfuerzo, aunque ello no signifique que esté exento de placer».
Y, sin embargo, muchos lectores no reúnen las condiciones requeridas: «El texto es uno. Las lecturas pueden ser muchas. Todos leemos “diferente” porque al iniciar la lectura lo hacemos desde posiciones culturales, intelectuales, ideológicas y existenciales diferentes. […] Es, en definitiva, la calidad de la urdimbre lectora de cada uno la que determinará la calidad de su lectura».
Y tras el obligado introito, hablemos del lector inocente. O mejor aún, leamos lo que el Autor escribió ayer y yo transcribo hoy: «La lectura “inocente”, ligada como concepto a la idea de la existencia de un lector normal, ingenuo o medio, aparece como una reivindicación que se quiere democrática o espontánea.
En realidad, lo que el término encierra es una reivindicación de aquellas lecturas que asimilan el texto como simple engarce de acciones ―apoyándose en la narración autobiográfica e incluso desactivando en ésta aquellos aspectos que por su conflictividad pudieran dar lugar a cuestionar el sentido de la lectura―, y desactivan los aspectos literarios o de representación del mundo en él existentes.
Es el tipo de lectura que se explicita en frases como “Leo para olvidarme de todo”, “Prefiero libros que no me hagan pensar mucho”, o “Quiero algo ligerito para leer en la playa”, y que directamente se relacionan con enunciados como “La leí de un tirón”, “Te atrapa desde el principio”, “Una lectura apasionante” o el tan socorrido “enganche”.
»Una lectura semejante presupone una urdimbre lectora plana, el grado cero de la lectura, que delata no tanto una atrofia de los aspectos antes señalados como una conformidad pasiva con la conciencia dominante y una acomodación a la literatura entendida como lenguaje aséptico y neutro, mero vehículo de transmisión de historias entretenidas. Ni que decir tiene que tal adecuación responde a una visión de la realidad en la que el individuo es contemplado como una unidad autosuficiente, ajena a cualquier tipo de influencia o interferencia proveniente de un “exterior” que se vive como amenaza contaminante».
Respiremos. Bufemos (incluso). Asimilemos. No pensaba transcribir tanto texto, pero soy incapaz de explicarlo mejor. Así, pues, prosigamos:
«Detrás de la expresión “lectura inocente” se esconden dos reproches más autodefensivos que ofensivos: por una parte, “el lector inocente” intenta despegarse de lo que él llama el lector con prejuicios: “Ay, hijo, tú es que te fijas en unas cosas”, “Pero bueno, eso tampoco es tan importante”, “Tú es que todo lo ves desde el mismo lado”, “A todo le pones pegas”, “Pero ¿a ti te gusta alguna novela?”; y por otra, frente al lector “profesional”, denuncia su mirada “técnica”: “Yo no leo fijándome, ni falta que me hace, si es un narrador en primera o un narrador invisible o un narrador apoyado. Yo leo lo que leo y punto”.
»Sobre estos “discursos de la inocencia” es conveniente hacer algunos comentarios. De la inocencia como actitud de no exigencia baste decir que en realidad esconde una exigencia muy fuerte: la de no ser molestado o cuestionado, actitud que, por mucho que se disfrace de simpatía positiva, oculta resignación, conformismo y, sin duda, autocomplacencia. La inocencia como ausencia de prejuicios denota la aceptación de los prejuicios propios como “normalidad”, normalidad que tiene su origen en la identificación de los “prejuicios hegemónicos”, aceptados como lo natural».
Mi idea era terminar con la autocomplacencia. Este último párrafo no lo iba a transcribir, pero no podía dejar fuera los «prejuicios hegemónicos». Bien, hay aquí arriba mucho contenido. Despidámonos, pues, con las dos últimas frases del capítulo:
«No deja de ser llamativa la inocencia que a veces se reclama para la lectura, y que acaso oculta algún tipo de culpa. Como Pilatos, el lector inocente se lava las manos».