En el presente ensayo leo la representación dada al indígena andino por dos fotógrafos peruanos: Juan Manuel Figueroa y Martín Chambi. Me centro en sus miradas y en sus variantes. Así este texto aboga por que el lector conozca el discurso de estos artistas. Para un fundamento teórico empleo ciertos argumentos de Deborah Poole.
En el Perú de principios del siglo XX, la población oriunda fue el cimiento para un pensamiento de reivindicación estética e ideológica. Así, se fundamentó el discurso del indigenismo, donde se “anhelaba” retornar a la tradición Inca y volver a la tierra –el telurismo–. Este movimiento devino en las llamadas vanguardias andinas, donde sobresalieron principalmente José Carlos Mariátegui, José María Arguedas. Con este mismo deseo estuvo el trabajo del Boletín Titikaka, con su editor Gamaliel Churata (Antonio Peralta) y su novela El pez de oro. En esta corriente quienes trabajaron bajo este ideario, recibieron la nominación de:
walaychu [que se refería]al hombre que reemplaza los lazos sociales o familiares por una existencia infatigable y vagabunda que a pesar de todo, a diferencia del bohemio europeo, no está totalmente desprotegida ni desarraigada. Por el contrario, el walaychu reemplaza su tradición comunal y familiar por un apego profundamente sentimental a la tierra. Este apego emocional a una provincia, región o paisaje es considerado la fuente de las sublimes sensibilidades artísticas y musicales del walaychu. Los intelectuales cusqueños se veían a sí mismos edificando sobre este concepto, de sensibilidad estética, una comunidad basada en un sentimiento artístico compartido […]. Debido a sus raíces andinas, esta comunidad excluiría a Lima y a las formas de remedo europeo que según los intelectuales cusqueños habían socavado la autenticidad “espiritual” de Lima. (Poole 2000, 219)
Sin embargo, en esta labor de reivindicación del pueblo ancestral, mi cuestionamiento central está en la mirada dada a la producción y los rasgos que las diferencian, gracias a los marcos teóricos manejados, pues existe una divergencia en la visión indigenista y en aquella del mismo indígena, cuestión que la voy a analizar en estos dos fotógrafos, Chambi y Figueroa. Ellos toman renombre debido a su deseo por lo autóctono. Ambos emplearon la fotografía[1], un instrumento tecnológico de la modernidad occidental. Ambos tomaron como centro de su lente al indígena de las serranías. Ambos nos han legado una memoria de una realidad autóctona americana, que discutía los estereotipos divulgados desde la Colonia –el salvaje[2] y caníbal–. Ambos dejaron imágenes dignas de análisis pues, a través de ellas, podemos diferenciar que la mirada se relaciona con aquello relativo a cada espíritu y discursos, aunque hayan vivido en el mismo tiempo y espacio.
Juan Manuel Figueroa Aznar (1878-1951) fue un fotógrafo, cuya intención indigenista, lo llevó a ser reconocido por sus puestas en escena de momentos idílicos y románticos de acciones supuestamente típicas de los indígenas, sin embargo, en estas hay que notar el marco teórico occidental manejado y la presencia de no indígenas sobre los propios en muchas tomas. Lo que he denominado deseo de teatralidad más que de reivindicación, pues los indígenas volvían a representarse como seres exóticos y se los sacaba de su cotidianidad para que en un estudio posasen.
Este empleo de la puesta en escena[3] lo podemos ver en la fotografía donde está un indígena que por el instrumento se deduce como flautista –en otra aparece este mismo indígena sosteniendo un pondo–, recostado con un telón de fondo de flores, cuyo encuadre deja ver parte de un estudio. No sé si por error o por equiparar los dos espacios en la composición, pues yo como fotógrafa aficionada hubiera preferido el plano completo que incluyese el pie, que en esta foto sale del encuadre. A pesar de que el personaje sonríe se nota una mirada que espera aceptación, asimismo la postura del cuerpo está tensa, lo que indica la artificialidad de la escena y una mirada más occidental, donde no se aleja de la cosificación del sujeto-objeto, pues se vuelve indirectamente a un canibalismo visual, donde el “otro” sirve para alimentar el deseo y el reconocimiento de una identidad propia diferente a la vista. Incluso, si nos detenemos en el ángulo de la cámara empleado, esta es en picada, lo que se leería como que el sujeto del enunciado es un sometido, mientras el que mira es el que ejerce el poder. Cuestión que reflejaría la situación de dependencia del grupo indígena. Al respecto, Cabrera Peña dice que en la Cuba de finales del siglo XIX, lo mismo se daba con el pueblo venido de África y esclavizado:
A pesar de que los negros son un pilar en la independencia, su tratamiento artístico muestra los mismos patrones que dominan el ámbito del comercio y el trabajo. […]. Aparecen descalzos, mal vestidos (casi en harapos), mientras los blancos suelen usar uniformes, o en todo caso, ropas de más calidad y más dignidad. En las composiciones de las fotografías los negros son desplazados hacia los laterales. (2014, 614)
En otras fotografías, con angulación normal, presenta a una indígena siendo entregada al parecer a una boda y en la otra donde otra implora a un cacique; estas escenas tratan de avivar un recuerdo de un reino posible antes de la llegada de los conquistadores. Sin embargo, no todos los interventores son indígenas, pues sus rostros no poseen marcas de trabajo bajo el sol. Recordemos que en la época y aún hoy el rostro es leído con estereotipos heredados desde los griegos, donde cualquier defecto es evadido. En estas fotos Figueroa busca rostros tersos y límpidos, porque en la época se guardaba la creencia de que “los hombres cuyas caras están profundamente señaladas con marcas son violentos, irascibles e irrazonables”. (Baxandal 1978, 81). Todas estas concepciones eran heredadas por las escuelas de pintores europeos que constituían un determinado discurso estético y canónico.
Lo mismo ocurre en otra foto donde en exteriores se presenta un grupo mixto de indígenas con un flautista y una coqueta cusqueña, con pondo a la espalda y que mira de soslayo –con una buena distribución de los tercios–; mientras que otra sentada oferta algo –parece chicha– a otro de pies. Recordemos que Figueroa gustaba mucho de tomar fotos donde él se disfrazaba ya sea de monje o de guitarrista o de cantor, sin olvidar sus autorretratos –pionero de los selfie, si se me perdona la trasposición temporal–. Su afán histriónico se inscribió en toda su producción. Asimismo, no deja de lado al personaje propiamente cusqueño, el cargador de chicha: lo que demuestra el filtro del pensamiento de la época, cuando
the cultural expressive space from which both groups [elite and grassroots intellectuals] draw inspiration, the sphere where they compete for influence, and an important public arena in which to dispute the meaning of identity labels”. (De la Cadena en Vivier 2014, 14)
Mas su deseo de rescate del pasado ancestral no dejó de tomar referentes occidentales ni hipotextos foráneos, es decir, en él siempre se filtraba la mirada del criollo, aunque anhelase cambiar la representación del indígena en el imaginario internacional, que luego de las misiones científicas y antropológicas, los describían como gente alejada de la modernidad: sucia, harapienta, mal encarada, pobre[4]; lo que era una “tara” heredada de las Crónicas de Indias, donde se lo asimiló a lo animal. En sí, este habitante oriundo americano solo fue un tema, su empleo no puede leerse como una militancia. Así, entró en la misma intención de ciertas obras francesas del siglo XVIII, donde los indígenas cumplían un rol burgués. Por ejemplo, en Les Indies galantes, los indígenas representaban romances idílicos mixtos, además, los fenómenos naturales se aliaban a los personajes, incluso, se usaban nombres históricos como fundamento de veracidad, “Huáscar”. (Poole 2000). De la misma manera, algunas de las fotografías de este autor dejan notar esa intervención, que obedecía a un deseo por mostrar ciertas características y no otras –guiar la mirada–.
En sí, el deseo indigenista de Figueroa trabajó sobre un estereotipo negativo dado al habitante de los Andes y buscó una reconstrucción de ese imaginario[5], por ello, llegó a la venta de estas imágenes “en las cartas de presentación y en las postales turísticas” (Poole 2000, 225). Sin embargo, su tipo de indigenismo es uno que obedecía a un lugar de enunciación, el del criollo, que no podía dejar de lado su marco teórico occidental aprendido, donde se filtraban en la mirada los rasgos de exotismo al ver al otro, es decir, se ejercía una «economía visual».
Martín Chambi (1891-1973), un fotógrafo que no tuvo la escuela europea de Figueroa, sino que se inició como aprendiz, luego de su temprana orfandad, nos presenta una mirada diferente, que sale de lo indigenista, es decir, no mira a sus sujetos-objeto con esa idea de exotismo de los foráneos. Nos da una visión más cotidiana del ser indígena, porque comparte el mismo “marco teórico” y referentes. Por eso, sus fotos son libres de la puesta en escena y proyectan un sentir peruano, que en Figueroa está sobreactuado –con un mimetismo expresado desde los discursos externos–. En su obra sí se cumple esa anhelada intención de Mariátegui[6], que veía “la construcción de la modernidad peruana bajo el lente de un radicalismo que tuvo muy en cuenta el punto de vista indígena” (Sanjinés 2005, 107) y sus lenguajes propios. En sí, Chambi trataría de incluir esa “segunda mirada”, que nos habla Sanjinés y que él lo ha expuesto como la discusión defendida del pueblo aymara[7].
Cuando este fotógrafo indígena debía cumplir con lo comercial de la modernidad, tomaba fotos de personajes y familias, que pagarían sus costosos implementos, sin embargo, hay características propias que dejan traslucir su estilo. En este podemos encontrar –y es lo que impresiona más–, por ejemplo, el juego infundido a la luz, que sin una técnica sofisticada, explota este recurso y da a su composición una unicidad irrefutable. Algunos ven en este recurso proximidades con el efecto Rembrandt, en especial, en algunos autorretratos o en la joven que mira un álbum de fotos o en el niño que lleva los implementos de labranza o en la chichera o en el cargador del pondo de chicha o en el tocador del rondín, etc.
Asimismo, con este juego de la luz, obscurece los primeros planos, que aparecen como contornos y perfiles, cuestión que en Figueroa no se potencia, pues él prefiere la iluminación frontal y no la posterior, propia del estudio. Este efecto visual causa misterio, nostalgia y calidez a la escena, porque se acerca más a lo emotivo. Incluso, este efecto se acentúa con la utilización del contrapicado, donde este cambio de la posición de la cámara o ángulo, pone al ojo del espectador debajo del sujeto fotografiado, lo que da ese efecto de diferentes planos, donde todo está enfocado; además da al personaje un grado de solemnidad –altura– , que discute con la valoración occidental leída por su vestimenta o instrumento de labor (arriero, tejedora). Esta composición con un enfoque total incluso transgrede con lo establecido como natural, ya que el ojo humano desenfoca los fondos para resaltar el detalle del objetivo central. Estos juegos no están en Figueroa, ya que su manejo de la cámara obedecía más a lo requerido en el teatro y el discurso fotográfico de la época.
Otra característica que es propia de este fotógrafo es la utilización de los paisajes andinos, en especial, con una intención de profundidad visual y punto de fuga, que será otra de sus marcas. Así, hace que la luz deje sus pinceladas, pues en ciertas horas de la tarde y con las nubes en gamas descendente de grises, el cielo y las montañas se convierten en las protagonistas. Este efecto en las nubes como un elemento que refulge, según algunos estudiosos, se debe a un retoque en el negativo. Sea lo que fuere, produce la comprensión de una tercera dimensión en un producto de dos: ilusión que es propia del cerebro ya que nuestra visión es igualmente bidimensional.
Asimismo, este empleo de los abismos como el escenario de fondo, donde el indígena es parte que interactúa, puede leerse como esa correspondencia del cosmos y lo terrenal-humano –los cuatro planos que maneja la cosmovisión andina–; cuestión que también fue trabajado por un pintor ecuatoriano, Camilo Egas. Sin transgredir esta reflexión con algo anecdótico, es el sentir humano frente a la inmensidad de las montañas que se abren y que a la vez dan una sensación de poder y pequeñez, de lo cósmico en un momento –el aleph–: una antítesis que es la experiencia de las serranías en sus vástagos, que no pueden vivir sin ellas.
Para realizar las composiciones de los indígenas, Chambi emplea lo cotidiano y pone a sus protagonistas en actos sociales como las fiestas, cuya importancia en esta cultura es ceremonial más que de desenfreno. Por ejemplo, tenemos a grupos que han posado con las cintas o guirnaldas; a músicos que con sus instrumentos y trajes típicos se paran con orgullo y seguridad frente a la toma. Incluso, hay la presencia de una oveja, que es parte de su trabajo y vida diaria. Debo anotar que las vestimentas tienen otra caída que las que presentaba Figueroa. En estas se pondera el uso y la correspondencia con su dueño y labor. Al igual, los rostros han dejado esa sonrisa teatral, para dar relevancia a la mirada que es la que se pondría frente a un conocido o familiar: a uno de los suyos. Esta relación más cercana entre fotógrafo y sujetos influyó en la cotidianidad con la cual son representados los indígenas en las fotos de Chambi. Él tiene un flautista. ¡Qué diferencia! Incluso se puede escuchar el viento de los Andes y el sonido del instrumento. En el rostro con todas sus bifurcaciones –resaltadas por la luz y las sombras– del protagonista, se ve lo ancestral de una cultura, no una puesta en escena con un actor forzado. Solo al comparar ambas producciones se puede notar estos diferentes matices.
Al ubicarlos en las faenas diarias, no hay arreglos de vestimenta ni maquillaje. Están in situ; solo cuida la luz. Según mi criterio es un fotógrafo que se movía alrededor de la escena hasta encontrar el encuadre perfecto, donde ángulo, luz y profundidad diesen un efecto único. Era un gran observador y anticipador de lo visual. Por eso quedan vivas en la memoria fotos como las del llamero sentado y tocando su flauta, del guitarrista, de los flautistas en camino, del hombre sentado pensativo viendo la inmensidad de la Cordillera Blanca, la de los que ascienden en la nieve hacia una cruz, la del gigante de Paruro, la del mendigo, la de los navegantes del Titicaca, la del labrador, etc. Mención especial debo dar a la de un campesino que hala una llama, cuya silueta perfilada y sombreada por las nubes y la luz dan ese sentir andino, donde no es necesario los detalles sino los sobreentendidos.
Este compartir de experiencias, hace que su focalización no transgreda la escena, así tenemos a las vendedoras de jugos en un mercado, que sonríen ampliamente; las lavanderas que en un instante miran a la cámara pero sin dejar su trabajo; los mingueros en sus faenas o en camino rumbo a las altas tierras donde los nevados imponentes dan esa sensación de infinitud, tanto del indígena en la tierra como de la naturaleza, cuya presencia y protagonismo está en diálogo con el ser humano, cuestión que está en la cultura andino- americana. Su lente no deja de ser crítico y muestra la injusticia del poder, así en una foto presenta a un militar uniformado que sujeta, con guante blanco, la oreja de un niño indígena, que cruzado de brazos nos mira anonadado, en busca de una reacción.
Él también hace autorretratos y recurre al vestuario autóctono, donde realiza una puesta en escena, donde él es el garante de esa escenografía. Con ello, resalta su lado Inca con el poncho y gorro cusqueño en la mano; usa un enmarcado dentro de la foto: una de las puertas tradicionales de piedra, que deja ver el Machu Picchu al fondo. Es su historia y la de una raza que sigue viva y lucha por su cuerpo y representación dentro de una sociedad occidental. Aunque es un recurso similar al de Figueroa, en él no prevalece lo teatral; es más cercano a lo habitual, ya que tiene los elementos para ser verosímil. Asimismo, él tiene otras tomas donde está frente al abismo y a las montañas, contemplando la inmensidad de las serranías.
Así, el tratamiento de un mismo referente deja entrever una mirada distinta, que se plasma en un único lenguaje, el de la fotografía y producen diversos mensajes. Aunque, Figueroa trata de resemantizar la imagen del indígena en la memoria tanto de los mismos peruanos como de los extranjeros –labor encomiable–, no lo logra como era el proyecto de la época. Él no puede deslindarse de los discursos vigentes para el lenguaje fotográfico, que le obligaban a validar ciertas expresiones sobre otras, asimismo el suscribirse al espacio del estudio. Así sus producciones indirectamente reflejaban un racionalismo occidental. Lo que filtrado de su inconsciente sale en la obra, como lo defiende J. Rancière en su texto El inconsciente estético. A su vez, Chambi supo leer en su realidad otras simbologías y la plasmó en la fotografía, donde el indígena se reconoció, ubicó sus espacios, su cotidianeidad, en sí, su “marco teórico”, aún vivo a pesar de la Conquista y esa modernidad. Es así como supo traducir a un lenguaje occidental algo de esa visión indígena, donde no hay dicotomías sino paridades (tagualequia), por eso esos grises y claridades refulgentes. Esos detalles relevados determinan la mirada de cada uno.
Bibliografía
Bartra, R. 2011. El mito del salvaje. México: FCE.
Baxandal, 1978. Pintura y vida cotidiana en el renacimiento. Barcelona: Editorial Gustavo Gili.
Cabrera Peña, Miguel. 2014. ¿Fue José Martí racista? España: Betania. González. Aníbal. 1987. La novela modernista hispanoamerica. Madrid: Gredos.
Feher, M. 1990. Fragmentos para una historia del cuerpo humano. (Tomo II). Madrid: Taurus.
Poole, D. 2000. Visión raza y modernidad. Lima: Sur Casa de Estudios del socialismo.
Sanjinés, J. 2005. El espejismo del mestizaje. La Paz: PIEB, IFEA, Embajada de Francia.
Sommer. D. 2004. Ficciones fundacionales. Colombia: Fondo de Cultura Económica.
Vivier, J. 2014. Una mirada ‘auténtica’: El ‘indígena’ cuzqueño en la producción fotográfica de Martín Chambi, la película Kukuli y la publicidad turística. Tesis de Maestría.Texto inédito.Université de Montréal Faculté d’études supérieures et postdoctorales.
YOUTUBE, 2015. Martín Chambi- El fotógrafo y su obra. Canal Videoscesarín. Disponible en: https://youtu.be/tnls4EW716Q
YOUTUBE, Sesión 10.3. Fotografía clásica: Martín Chambi. 2013. Camon. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=k_A5OQR1QqE
[1] La fotografía es la sublimación de lo escótico, pues hace que toda la información del mundo se centre en el ojo. Lo visual prima sobre otros sentidos y su carencia es una anormalidad y discriminación. Es tal la certeza imbuida en la visión, que se la considera como la validadora de todo lo verdadero, por lo tanto, toda episteme se basa en esta fuente. Es “el centrismo ocular” del que habla Javier Sanjinés (2005, 9) y que impone una mirada de un “solo ojo”, ya que maneja un discurso “cartesiano”, donde la “perspectiva racional” crea todos los imaginarios y los productos, para que actúen como dispositivos en pro de un mismo discurso. Ya que por ser un producto salido de los grandes centros de poder debe estar a su servicio.
[2] Estas dos construcciones no nacieron con la venida al nuevo continente, sino que, como dice Roger Bartra (2011), eran un imaginario existente en la cultura europea; eran su alter ego para definirse como cultura civilizada.
[3]Incluso en este uso de las escenas hay un juego con las perspectivas y los encuadres incluidos unos dentro de otros, cuya composición recuerda al mejor exponente del Siglo de oro español, Velázquez; claro que sin el juego de los espejos, que dejaba ver al espectador de la obra; pero sí con el de mostrarse como el creador dentro de su mundo.
[4] Para discutir sobre la creencia de que el indígena tiene como esencia la pobreza, hizo una foto de niños blancos, cuyos vestidos andrajosos contrastaban con el rico tallado y relieve de la piedra del portón de una típica casa colonial, que incluso tenía un escudo nobiliario, pero que denotaba su declive estructural –como la misma perspectiva limeña, frente al “nuevo indio”, planteado por U. García–.
[5]Era tal la dependencia de este criterio europeo, que en algunas sociedades se quiso hacer una limpieza de lo indígena. Algunos con un blanqueamiento que pedía una repoblación con extranjeros. En la fotografía de varios países latinoamericanos podemos encontrar un claro ejemplo de este deseo, donde se usaba intervenir los cuerpos indígenas; a través de retoques en el negativo, el autor borraba y sobreponía otra forma más aceptada. Por ejemplo, Francisco Lasso lo hizo y reemplazó el cuerpo no deseado por una imagen de una mujer afrancesada sobre lo que era la presencia de un indígena en una fotografía realizada en La Alameda de la ciudad de Quito. Este hecho, hoy tiene una lectura xenofóbica, pues atenta contra la existencia de una raza. Es un tipo de zoé visual, que agrede lo único que poseían los indígenas luego de la conquista: su cuerpo.
[6]Carlos Mariátegui sugirió en los años veinte la necesidad de construir una nueva vanguardia que fuese capaz de alcanzar la modernidad y el cosmopolitismo desde lo vernacular, desde los lenguajes de la calle, hecho que, posteriormente, José María Arguedas realizó brillantemente en su narrativa (Unruh 1994, 226 citado en Sanjinés 2005, 107).
[7]Ellos lo plantean dentro del movimiento ideológico denominado “katarismo”. Allí defienden una “mirada anticolonial”, “una mirada larga de su segundo ojo” con la que recuperan parte de la historia silenciada y que demuestran “las luchas anticoloniales del pasado” (Sanjinés 2005, 11).
Semblanza:
Rosario de Fátima A’Lmea Suárez (Quito-Ecuador). Preocupación investigativa: la interpretación poética y literaria. Escribe ensayo y poesía. Publicaciones: “Lectura hermenéutica de dos autores: Luis Cernuda y César Dávila” (UNIVERSITAS 2007); “Ser en la sociedad red” (UTOPÍA abril 2011); Aurora Estrada y Ayala: voz y simbología del cuerpo (PUCE 2015); Interpretaciones literarias (Lecturas desde la Mitad del mundo), (Kindle Edition 2016); Edición crítica y prólogo de El hombre que pasa (PUCE 2017). “El cuerpo insano y la nación aséptica en La niña de sus ojos”, en Cuerpos y fisuras (UNIMAR 2017), “Fragmentos de poesía, Homo sapiens (MONOLITO septiembre 2017). Actualmente, realiza proyectos conjuntos y ponencias, además de escribir su proyecto de tesis sobre José Martí, para la obtención del Phd, ofertado por la Universidad Andina Simón Bolívar. Sede Ecuador (2005-2020).