Se rumora en varios artículos y libros[1] de historia que en 1543 unos náufragos portugueses llegaron a Japón. Por la unión metafísica de rebelarse a la muerte, estos intercambiaron lo que los hace portugueses, su idioma, dándole a los nipones las palabras “pan” y “tempura”. Los japoneses, como un desfile de cometas o estrellas en picada, quizá les otorgaron a los aventureros una técnica para grabar en el aire los instantes perfectos: el haikú.
Descubrí los haikús hace ya varios años mientras violentaba el buscador de Google con “los poemas más cortos del mundo”. Leí que tenían una métrica de 5-7-5 y que hablaban de la naturaleza. Me puse a escribir cuanto haikú pudiese sin entender que este pequeño fragmento, de lo que antes se llamaba renga[2], era un beso enmarcado sobre la piel, de esos efímeros, cargados de nostalgia y de un rojo punzante. Me resigné a dejar de escribirlos, el español no es capaz de arrancarle las extremidades al viento como hiragana[3] y plasmarse, como la niebla, sobre el mundo.
Leer un haikú es como desembarcar en Japón, lugar que aún en este tiempo tiene un inmediato misterio, y en los pies sentir el variable clima, el mutable temperamento del cielo. El haikú converge en tres versos efímeros: la sencillez del instante, de lo desapercibido; el punto de inflexión entre todas las estaciones.
El escritor tiene que ser rebelde y no temerle a destruir, reconstruir y reinventar la literatura. Jack Kerouac, ese cohete amarillo en el cielo del a literatura, se atrevió a definir el haikú como:»tres versos breves que hablan de la vida». El idioma inglés, en su armónica y fluida sencillez, se presta con palabras más breves y universales. Sin embargo, el haikú se puede hispanizar, como hizo el poeta Tablada, con su reinventado carácter de escritor.
Desconozco el paso aviario de las estaciones, desconozco la precipitada aparición de las perfecciones y mi idioma, mi identidad, no se apropia del viento. Pero el español si toma, como una ola arremete contra las costas, el ritmo entre los silencios y misterios. Se pueden escribir cuantos versos fuesen y darle un flujo rítmico y estructural, imitando una catarata.
Al final, la poesía y su errante cultura encaja en este mutable rompecabezas mientras el hombre se mantenga firme, mientras explora los detalles de la vida, el mundo y la muerte.
El sueño, el perpetuo anhelo de que todo lo que escriba se reduzca al instante inolvidable que, tristemente, pasa como un colibrí extinguiéndose. Sueño con que, cuando supere el temor a mi relectura, encontrar el impacto balístico del haikú en los ojos, en la boca, en un rostro que se descompone en imposibles, en inexistencias.
El sueño, el perpetuo anhelo, es que la vida y todos sus absurdos componentes se transcriban en un haikú; que todo se vuelva una antología de estos pequeños poemas que, como pichones, gritan y gritan por el mundo, por la vida, por las cosas perfectas y contradictoras, por todo lo que vale la pena.
Como en el sueño,
luciérnagas y abejas,
No se extinguen.
[1] Rubio C. Claves de la literatura japonesa, Madrid, Cátedra. 2007
[2] Renga: poema antiguo japonés con una métrica de 5-7-5-7-7. El haikú surge de los primeros tres versos.
[3] Uno de los dos silabarios del idioma japonés