Los manteles de algodón blanco cubrían ya las mesas; aguas de jamaica y de horchata, pulque, cerveza y mezcal llenaban los vasos y las garrafas que harían que las carnitas, los quelites y las flores de izote resbalaran por nuestras gargantas.
Fue en la boda de Amalio y mi prima Nicolasa, allá en uno de los pueblos enclavados en el corazón de Zongolica que conocí a Venus. Venus como la estrella de la mañana, Venus como la promesa de Quetzalcóatl.
Venustiano Tenzohua de apenas tres años, hijo único de Fernanda y Ponciano; los tres nacidos entre los caminos semi-abiertos con machete y recibidos por el llanto de los niños del monte de Mixtla. Aquella tarde, el aire olía a oyamel y a ocote, a humo y maíz tostado. Los invitados estábamos cubiertos de nubes, también de música y alegría.
El papel picado sobre nuestras cabezas bailaba al ritmo del viento, de los sones y los huapangos que nos hacían danzar a su vez a nosotros -un poquito más abajo.
Y no fue el azar el que puso a Venus en mis brazos al caer la tarde, estoy segura.
Su madre me pidió cuidarlo y lo hice, tal y como siempre hago con los niños adónde sea que voy y es que dicen que tengo la sangre liviana y por eso los chamacos me siguen. Venus y yo jugábamos con los pollos del corral mientras los músicos tocaban “El Palomo”; estábamos embarrando nuestros pies en el lodazal cuando algo extraño ocurrió: Señalando con su pequeño dedo uno de los caminos detrás del jacal de carrizo y madera detrás del corral me llevó caminando hacia el monte.
Estará aburrido -pensé yo y entonces le seguí la corriente.
Caminamos y caminamos entre los pinos y las piedras hasta que el camino se me perdió de repente; los dos fuimos envueltos por una densa niebla. Pareciera que el mismito sol se hubiera escondido de nuestros ojos a propósito, dejándonos allí a mitad de la nada en medio de la oscuridad.
Cargué a Venus al escuchar unos ruidos, un par de pajarracos extraños salieron desde los helechos. ¡Nunca había visto esa clase de animales! Parecían zanates mojados, pero eran largos como garzas, sus plumas estaban húmedas a pesar de que no había llovido y por allí tampoco había agua; sus ojos eran amarillos y sus plumas cafés. Los espanté con mis huaraches haciendo una polvareda, no fuera que picaran al niño con esos picos tan grandes.
No di más de seis pasos con Venus entre mis brazos cuando vi bajar de uno de los encinos a una enorme nauyaca; su lengua era tan negra como lo eran sus ojos. Pa aquél entonces yo ya estaba muerta de miedo, no tanto por mi sino por la seguridad de aquél chamaco que a pesar de los peligros que nos rodeaban no dejaba de sonreír al verme.
Lo abracé fuerte a mi pecho y caminé hacia atrás sin darle la espalda a la serpiente que aún no bajaba completamente del árbol.
Me metí despacito entre la maleza haciendo el mayor ruido que pudiese para asustar a cualquier otro animal que anduviese por allí al acecho, pero el ruido producido por mis pies no fue suficiente.
De la nada apareció un guajolote negro ¡jamás había visto uno así de grande! Infló de repente su pecho y me empezó a cloquear con enojo. Apenas si me dio tiempo de bajar a Venus a la tierra y ponerlo detrás de mis piernas cuando el animal me atacó con una fuerza descomunal. Abanicó su cola y aleteó con fuerza hacia mi cuerpo; arañó mi pecho con sus uñas y espolones y cuando estaba a punto de picotearme la cara un aullido lo detuvo en seco.
Me quedé fría del susto. Miré hacia abajo y allí adonde había dejado al pequeño Venus ahora había un coyote; ¿falta decir lo que sentí? Pensé que aquel animal se lo había comido de un bocado ¡y es que ni la ropita estaba!, pero miren si cometí un error.
El coyote le puso una de aquellas al guajolote, el pobre a duras penas y escapó dejando tras de sí un rastro de sangre y plumas; yo buscaba con desesperación al chamaco, con los ojos llenos de lágrimas y con mi corazón a punto de estallar. No me importaban los rasguños de mi pecho, ni el ardor ni el dolor que me producían; yo solo quería encontrar a Venus para entregárselo sano y salvo a sus papás.
El coyote caminó hasta mí moviendo la cola, olfateó mis huaraches y aulló quedito una vez más y así, sin ningún aviso ni señal de por medio, el animalito volvió a convertirse en el niño que yo andaba buscando como loca. Venus era un nahual, era un pequeño coyotito.
No sé si era más la angustia, el miedo o la sorpresa, pero dejé todo de lado y revisé al chamaco de pies a cabeza; se había ensuciado completamente el trajecito blanco, pero no traía ni un rasguño ni un golpe en su pielecita morena. Abracé a Venus con mi rebozo pa’ que el frío de la montaña no lo enfermara y de nuevo lo cargué; él seguía sonriéndome, orgulloso de haberme protegido a mí como yo lo protegí a él. No pude evitar darle un beso en la frente y darle las gracias al oído.
No recuerdo cómo es que fuimos a dar de nuevo al camino que nos condujo a la fiesta, pero ya habían pasado más de cuatro horas buscándonos según la gente de la comunidad. Les tuve que explicar despacito una y mil veces que me había perdido caminando por el monte y nada más – y es que uno no habla de nahuales y apariciones en las bodas así porque sí, mucho menos cuando el nahual es un chamaco-.
Una vez pasado el susto continuaron con el jolgorio y hasta bien entrada la madrugada, cuando todos se habían ido a descansar, Ana fue a tocar la puerta de Nana Eulalia adonde me había tocado ir a parar esa noche.
La viejita me había untado piel de cebolla y baba de sábila tibia en los rasguños y me tenía tendida en la hamaca descansado el susto.
– A ver Limbania ¡ahora sí desembucha la verdad! -me exigió mi hermana.
– ¡Pues si ya dije que me perdí y ya!
– ¡Ah que maña la tuya de guardar secretos! Si todos aquí sabemos que seguro fue el brujo el que te hizo perderte en la montaña. Siempre borra los caminos y manda a sus animales a espantar a los de afuera. Aparte ahorita mismo Don Telésforo llegó todo agitado a la casa de mi compadre Evaristo pa’ contarnos que lo encontró todo golpeado y malherido allá por la barranca.
– ¿Encontró a quién? -Le pregunté asustada.
– ¿Pos cómo que a quién? Me contestó dándome un zape en la cabeza.
–¡A Don Aparicio! ¿A quién más? Dijo mi compadre que lo hallaron lleno de plumas y tierra; traía una pata coja y unas mordidas en los brazos y la oreja. Ahora sí ya no te hagas que la virgen te habla y cuéntanos la verdad.
No tuve más remedio que hacerlo, tuve que contarle a Nana Eulalia y a mi hermana Ana lo que en realidad había pasado; les conté del camino y la niebla, de la oscuridad, los pajarracos y la nauyaca. Les conté del guajolote y la razón de mis rasguños y sí, también del Venus convertido en coyotito.
Les dije que él me salvó y que por eso no quise decir nada. El chamaco estaba rebonito para comenzar a causar temor siendo tan pequeño así que juramos no contarle nada a nadie para protegerlo. No solo de la gente miedosa, también de Don Aparicio, con eso de que ya sintió que está cercana su hora y que el monte ahora será cuidado por Venus no vaya a ser que le mande animales más grandes para comérselo ahora que el chamaco está tiernito.