Romper la lógica para que afloren posibilidades de representación que de otra forma difícilmente podrían hacerse visibles. Romper la lógica como mecanismo para la necesaria ampliación de la verosimilitud.
«Que a nadie le tiemble el pulso, les pide también. El gatito de ojos verdes, el monje-palillero y el galeón de bronce quedan sobre la mesita de noche».
He comenzado parafraseando a Constantino Bértolo porque durante la lectura de esta novela recordé esa ampliación de la verosimilitud que tan bien define el estilo de Javier Tomeo.
«Los once soldados siguen en posición de firmes, indiferentes a todo lo que pueda suceder a su alrededor. Parece incluso como si tuviesen otros problemas en sus pequeñas almas de madera».
Entrar no es el verbo que te permite acceder al universo tomeano, pues, más que entrar, te cuelas o te deslizas o te hundes en él sin saber cómo, y una vez dentro, ya no te apetece salir.
«Sólo el monje-palillero ―eso es, por lo menos, lo que le parece a Julián― frunce el entrecejo. Tal vez no le guste el cariz que están tomando los acontecimientos».
Te cuenta Tomeo como nadie te ha contado y, además, te va encandilando sin que te des cuenta, el qué siempre detrás, el cómo por bandera, sutileza envuelta para regalo.
«El monje-palillero tiene toda la razón del mundo. Julián no dispone de ninguna razón para saber qué se siente al morir durmiendo porque él nunca se murió durmiendo».
Hace un mes que leí El cazador. Y se me ha quedado en la cabeza el inquietante triángulo formado por Julián, su madre y el monje-palillero. Lea usted bien: PALILLERO, con ele.
«La vecina del patio continúa cantando entre dientes. Ha llenado todo el tendedero de calcetines y de vez en cuando utiliza una sola pinza para colgar dos calcetines de distinto pie, es decir, una pareja».
Le doy vueltas a ese inquietante triángulo que es también el monólogo de un hombre agobiado por el peso de un mundo que le arrincona y de una familia que le exige una normalidad impostada.
«Esa mujer no es, desde luego, una cigarra. El monje tiene razón. Por mucho que cante, no hay cigarra que tenga semejante par de tetas. No son tan grandes como podría esperarse de su voz gangosa ―eso ya lo descubrió antes― pero merecen un encendido piropo».
El cazador es un libro trágico ―como la vida misma―, no hay tregua en esta historia que Javier Tomeo nos cuenta con una ironía empapada de dramatismo.
«Es un tipo listo, no hay duda. Julián se admira de que un monje tan juicioso haya servido durante años de palillero a toda una familia».