Abandono el libro después de leer ciento ochenta páginas de un total de seiscientas y pico. Esta novela es como una de esas películas de serie C que empiezan medio bien, siguen regular y terminan peor que mal.
«Menos bares, menos salir cada día… Que sí, tío, que muy buena idea, pero luego vuelve a las andadas y a tomar por culo, oye. Este jueves toca el Free Street, y no puede faltar la cervecita en la mano, el porrete en el bolsillo y un instrumental del año de la pera en el jukebox, un poco a lo Ventures».
Se repite el amigo Stephen, vuelve una y otra vez con lo mismo, nos agota con descripciones innecesarias, nos agota con una lentitud exasperante, nos agota con la verborrea de quien no tiene nada que decir.
«Jonesy le acompañó al sofá, que era modular y de una longitud exagerada. Se trataba de un diseño con varias décadas encima, pasadísimo de moda, pero no olía demasiado mal y no lo había infestado ningún bicho».
No hay ambición literaria en este libro. Tampoco hay sutilezas. No hay ritmo. Ni chispa. Ni siquiera la trama resulta atractiva. Tampoco es original. A decir verdad, El cazador de sueños no es nada. Ni siquiera un libro.
«Las palabras, que llevó el viento hasta Henry, sonaban un poco a vieja ofendida, y redoblaron sus risas. Se bajó los vaqueros y los calzoncillos largos y se quedó en slip para ver si se había hecho mucho daño con la varilla del intermitente».
No es un libro porque no contiene una voz ni una atmósfera ni la magia que toda Literatura debe contener. Se dedica King a encadenar hechos con poca fortuna. Escribe King algo que no es nada por la sencilla razón de que no es diferente, ni sugestivo, ni mágico.
«Se oyó el ruido de algo cayendo al agua de la taza. No era el típico ruido de un cagarro. Al menos a Jonesy no se lo pareció. Se asemejaba más al de un pez saltando en un estanque».
Me ha costado llegar a la página ciento ochenta. He sufrido. Stephen nos promete y nos promete para finalmente no darnos nada. Su prosa no tiene ningún atractivo, es una prosa sin sabor.
«La cosa que había estado dentro de McCarthy aterrizó en el pecho de Beaver con un ruido de bofetada. Olía igual que los pedos de McCarthy: a éter y metano. La parte baja de su cuerpo, un látigo de músculos, se enroscó en la cintura de Beaver. Le echó la cabeza a la cara y le hincó los dientes en la nariz».
Según Alessandro Baricco, David Foster Wallace y Roberto Bolaño no escribían para clasificarse entre los primeros puestos, sino para hacerlo en su propio talento, e insistía en que es precisamente así como se deben hacer las cosas.
Pues eso.