Eduardo Halfon es una vaca sagrada. Puedo hablar, pues, con total sinceridad. Sus obras han sido traducidas a muchos idiomas, hablan de él en The New York Times, en The Guardian y en mil medios más. Eduardo Halfon es un autor consagrado.
El boxeador polaco contiene nueve capítulos. El protagonista es Eduardo Halfon. Es una novela y no lo es. Es un libro que se puede analizar capítulo a capítulo. Como si fueran relatos independientes.
El primer capítulo (Lejano) es una obra maestra. Es lo primero que leía de Halfon, y pensé: Este tío es un genio. Podría decirse que es un cuento. Sutil. Mágico. Entrañable. El tono es perfecto.
El segundo capítulo (Fumata blanca) es excelente. Un poco más flojo que el primero, pero excelente al fin. El tono es similar, quizás un poco más crudo, y no alcanza la perfección.
El tercer capítulo (Twaineando) es de ocho. Vamos bajando. Empezamos con un diez, seguimos con un nueve y ahora estamos en ocho. A este capítulo le sobran páginas. Y su metaliteratura me resultó un poco pretenciosa.
El cuarto capítulo (Epístrofe) cae hasta el seis. Aquí empieza realmente la novela, en el caso de que este libro quiera entenderse como una novela. Vuelven a sobrarle páginas y pretenciosidad.
El quinto capítulo (El boxeador polaco) es de cinco. En este punto, la novela empieza a resultar aburrida. El estilo sigue siendo impecable, Halfon sabe utilizar las palabras, pero su edificio literario me deja frío.
El sexto capítulo (Fantasma) es muy breve. Es un capítulo-puente. Es un capítulo con poco sentido. De cuatro. Es el principio de la pesadilla serbia. El principio del desastre.
El séptimo capítulo (Postales) es un tratado sobre leyendas gitanas. Los amantes de las leyendas gitanas podrán gozar con la recopilación de Halfon. Yo me he aburrido. Le doy un tres.
El octavo capítulo (La pirueta) es larguísimo. Halfon intenta crear una atmósfera agobiante. Y lo consigue. Le doy un dos. Es un capítulo-plomo. No volvería a leerlo por nada del mundo.
El noveno capítulo (Discurso de Póvoa) es metaliteratura en estado puro. En este capítulo, Halfon vuelve a ser un escritor brillante. Ahora estoy pensando en el editor. Porque, si a este libro le quitamos cincuenta páginas (tiene ciento noventa y tres), estaríamos hablando de una obra maestra de principio a fin.
Naturalmente, si Halfon fuera un desconocido, mi crítica hubiera sido magnánima. He hablado mejor de libros peores. Pero las vacas sagradas, cuando es pertinente, deben ser sacrificadas por el bien de la Literatura.
No volveré a leer nada de Eduardo Halfon. A menos que él lea algo mío y lo critique. Si hiciera eso, si leyera algo mío y lo comentara, volvería a leerle. Y quién sabe qué pasaría en esa segunda lectura.