A Luis Ángel Zárate
Hay un asno que no sabe elegir entre dos montones de heno —otras versiones, aseguran, que entre un montón de avena y un cubo de agua—. El asno, incapaz de elegir, muere de hambre. Aunque nada le impide comer, muere de hambre. No puede o no quiere decidir pues ambos montones le parecen iguales. El asno de Buridán, ilustra la miseria que acecha a los indecisos. Al no tener una razón suficiente para que una cosa suceda en lugar de la otra, no sucede nada; no hay motivos o hay demasiados.
Todo se reduce a una cosa o a otra. Tienes de dos; nos limitamos a lo absoluto, al todo o la nada. O a la posibilidad, al “o esto o aquello”, a la disyuntiva, a la elección; a una palabra: “o”. Apenas la pronunciamos se nos cierra el mundo y nos cerramos a ella, en ella; camino circular para recorres nuestros problemas; palabra que aniquila la decisión, que multiplica las posibilidades:
O nos pone a pensar, a dudar; a creer que lo primero siempre será lo urgente. Después se puede hacer lo demás, primero lo primero; lo urgente, y es que cuando todo es urgente, cuanto todo parece urgente, la indecisión nos sume en la pérdida de tiempo. Hay tantas cosas qué hacer que no hacemos ninguna; porque si no haces lo que sí es urgente, llega el dolor, castigo. Y es que todo trabajo es un castigo. Ya lo dijo la tradición —y ya lo aprendimos con culpa y miedo—. Por haber desobedecido se nos castigó con el trabajo; te ganarás el pan con el sudor de tu frente.
O a poner nuestro destino en las manos de alguien más. Será lo que Dios quiera. Lo que él diga. Yo no, él. Aquí está Dios, en la orfandad de un pueblo que no tiene madre, pero sí padre; uno que te lleve el cielo, porque tu irás a él…. A pedir limosna, a que te den cualquier cosa, lo que sea su voluntad, porque la propia quedó quebrantada; porque nos gusta que nos hagan todo, todo lo que queremos; y que no nos hagan nada, nada que incomode. Que él decida, si pasa, así lo quiso y si no pues no, pero por mí no quedó. Le soltamos nuestra vida a un dios, con la espera de que no sea un dios salomónico; no, uno que nos ame por sobre todas las cosas, por encima de nosotros, del libre albedrío.
O quien ama a dos personas, perderá a ambas al ser incapaz de decidir. Por eso tanta infidelidad, tanto engaño. O pasar el resto de tu vida con alguien o conocer a más personas; quieres las dos cosas y no haces ninguna o haces ambas que es otra manera de no hacer nada. O te la pasas esperando al príncipe azul o a la mujer perfecta, pero no llega. Nunca llega, o llegó y nunca te diste cuenta por estar pensando si era o no era.
O el desinterés político. Ya se dijo ¿o no? No tenemos una razón suficiente para que una cosa suceda en lugar de la otra, no sucede nada. No votamos, da igual. El que gane está bien porque de todos modos nos va mal. El que quede, no importa, igual hará lo que los otros. Es lo mismo. Todos roban. Y robamos ¿Sí él lo hace por qué yo no? Y todos piensan así que se nos acaba la igualdad, el respeto, la responsabilidad. Y es que la responsabilidad de todos no es de nadie… A estar parado en esta tierra de nadie.
O para no elegir, para no comprometerte, eliges otro compromiso para evadir el anterior. Ándele, déjeme otro trabajo, cuando aún no has terminado el que tienes que hacer. Muerte lenta bajo el peso de la responsabilidad; bajo un deseo tan grande por cumplir, tan grande que parece más que uno mismo, tanto que terminas siendo el más irresponsable de todos.
El asno, o el burro —es lo mismo—, animal de comportamiento difícil e incapaz de aprender comenzó su andar cansado, ignorante de rumbo y destino en la Grecia antigua; triste figura domesticada como una criatura de carácter terco, estúpido e ignorante. En las fábulas de Esopo o por el francés Jean de La Fontaine o El Asno de Oro de Apuleyo o en el relato popular:
Un abuelo y su nieto salieron de viaje con un burro —la historia me la contó mi madre varias noches antes de dormir—. A mitad de camino el abuelo iba en el burro y su nieto caminando. ¡Viejo egoísta! dijeron. Así que mejor se bajó y ambos caminaron, pero la gente no tardó en tacharlos de tontos, ¿sabiendo que llevaban un burro por qué no se suben? Entonces el abuelo subió al nieto que de rato fue visto como un irrespetuoso; para evitarlo, el abuelo también se subió y de abusivos no los bajaron. Pobre burro. Así que mejor bajaron del animal y lo cargaron sobre sus hombros. ¡Qué burros! El abuelo le deja una cosa clara a su nieto: Hay que tener opinión propia.
¿O será ese el problema? El juicio débil; los insultos: ¡No seas burro! ¿Qué no puedes hacer las cosas bien? ¡Hazlo mejor! A cuántos no les pasa, y ocurre con lo que más amas. El temor a destruirlo te detiene y nunca lo haces; la disyuntiva puede matar lo que no ha nacido. Al escribir ocurre, a veces te preguntas ¿lo termino o ya lo dejo así?