Nos hemos acostumbrado a que aparezca en las noticias locales alguna nota relacionada con el trasporte público. El alza de la tarifa, la calidad del servicio, el índice de atropellados, aspectos que hemos asimilado como una constante en la vida cotidiana. En últimas fechas ha resurgido el tema de los asientos preferentes.
El tema se ha convertido en el elefante blanco en la sala. Está ahí, hay algo que llega a ser complejo para la sociedad, pero no se habla. No es posible hablarlo, pues va directo a algo que no llegamos del todo a comprender.
La implementación del asiento amarillo (aquí en Guadalajara) surgió para hacer un llamado a la sociedad. Visibilizar a ese otro que no es como la mayoría: los adultos mayores, las mujeres embarazadas, las personas con movilidad reducida, en sí, quienes podrían ocupar dichos asientos “cercanos” a la salida.
Hay varias cosas a analizar al respecto. Cierto que se ha logrado un avance al implementar esta medida, pero acaso ceder el asiento a alguien con movilidad reducida, por ejemplo, ¿no debiera haber sido de facto por cierta lógica? ¿Por qué se nos debiera indicar a los mexicanos que un asiento de color distinto es preferente? Aquí escucho entonces esas voces que dirán “es que ya no hay clases de civismo en las escuelas” (¿se aprende esto en dichos recintos?).
Quizá de manera conductual aprendimos que el asiento amarillo es preferente. Quedó esto instalado en el consciente colectivo de la sociedad. Ahora, ¿qué pasa con estos espacios? Aquí es donde comienza a crecer ese elefante blanco en la sala. Hay una realidad en el trasporte público: es insuficiente, no hay un servicio adecuado y existe una movilización grande de intereses políticos o empresariales atrás.
Lo que padecemos cada día es el resultado de vacíos que no se han solucionado. Recuerdo las palabras de una amiga cuando hablábamos en otro momento del tema: “si hubiera un sistema de transporte público adecuado, utilizaríamos menos el automóvil, se contaminaría menos y nos estresaríamos menos”.
La realidad actual es que tenemos este transporte con estas características. La realidad es que aún nos conflictúa el asiento amarillo. Dos casos me hicieron reflexionar en el tema. El primero expuesto por una persona en las redes sociales: un hombre de edad mayor cachetea a una mujer, también de edad mayor, porque ocupó el asiento amarillo; el argumento del hombre (tras ser increpado) fue que no se le veía a la mujer rasgos visiblemente femeninos.
El segundo, lo visualicé en uno de mis trayectos. Una familia muy joven sube al camión, ella se nota embarazada, llevan una niña pequeña de unos años, él cargado con bolsas pesadas. La niña y la mujer ocupan sendos asientos amarillos. Tras un tiempo la ruta se “llena”, un hombre de edad mayor comienza a decir con tono fuerte a la mujer “quite a la niña del asiento” y se queja. Otra joven, evidentemente cansada, se siente apelada y le dice “si gusta siéntese aquí”. El hombre dice: “no, no, gracias”. Ocupa el asiento otra persona. Continúa diciendo el mayor: “es que eso no es correcto, que una niña se siente en ese asiento, es para mayores”
Los contextos, en ambos reflejan el hastío cotidiano, el ejercicio de violencia (verbal o física). Hay un cansancio del sistema que se traduce en ello. Hay una saturación del transporte que hace imposible la paciencia. Ha sido tanto este “deber” que no observamos el contexto, las variantes.
Para dichas personas esos asientos estaban siendo usurpados por personas que no merecían sentarse ahí. ¿Conocemos las afecciones? ¿Conocemos el antecedente? Cierto que esos asientos son preferenciales, pero también es cierto que no podemos realizar un juicio de la persona por su edad, por su aparente movilidad.
El asiento amarillo se ha convertido en una especie de objeto de poder para la sociedad. Quien lo posee es porque tiene el derecho de ese trato preferencial. Esto, a su vez, conlleva una serie de cuestionamientos mayores. De haber un mejor y mayor servicio de transporte, no se necesitaría luchar por ese asiento debido a que todos o la gran mayoría tendría asiento.