Los ríos de humanos llenaban las calles y las aves de papel inundaban los espacios entre nubes.
La celebración ya había empezado con la luna anterior, los Ajq’uijab’ del pueblo y las autoridades rodeando un altar maya habían unido voces y fuerzas para pedir por los muertos de todos, para que los visitantes encontraran alegría en los colores y que reinara la paz. La panela dulce como los deseos emanaban su olor de unificación. Incienso, mirra, flores, candelas de cebo y parafina, ron y canela se elevaban hasta el cielo con plegarias. La lunada fue el inicio, la muerte el fin.
El sol invitó a la tradición y los millones comenzaron a llegar a Tzumpan, la tierra de las calaveras. Las tumbas coloridas del cementerio emulaban frutal explosión en los suelos. Los nichos limpios, recién pintados, plásticos y papeles de color adornando, pino en el suelo haciendo piso de fiesta y abuelos y abuelas encabezando el ritual. Cada quien en profunda conversación con el ausente, con el que llega de visita solo ese día y en uno que otro sueño prodiga amor.
Todos con ojos atentos tomaban nota de la responsabilidad de recibir y transmitir la costumbre con el paso del tiempo. Alrededor comida, bebidas, dulces típicos, crisantemos, instrumentos autóctonos, juguetes y barriletes en cada esquina.
El llanto para los muertos se posponía para otra fecha porque la alegría tomaba los rostros de propios y ajenos al pueblo, se encendían las velas de los altares en casa y se regalaban sonrisas a las fotos de los que ya no están.
En las bocas jocotes, chilacayote en miel y molletes, en las gargantas vino artesanal y refrescos. Desde la parte baja se emprendían los viajes personales hasta el cerro mágico de los gigantes, una feria en todo el recorrido, juegos felicidad, la gente un verdadero fiambre con ingredientes mezclados dando un resultado perfecto.
Ya en la altiplanicie de la montaña, entre barriletes, unas alas recordaban nuestro efímero paso por este mundo; el Nahual vuelto papel buscaba alzar el vuelo con los ojos fijos en cada uno, el búho, el tecolote, el ser sagrado venido del inframundo reinaba entre los gigantes de doce metros como protegiendo, como recordando la razón de la festividad.
Pacientes esperaban su turno aquellos gigantes para despegar del suelo y responder a su naturaleza de volar, el rito en cada papel trabajado durante meses para poder crearlos, en su sistema óseo de bambú, el rito en las noches largas necesarias para parir tal belleza, en los ojos de jóvenes, niños y viejos que explotan el arte de la marimba, el barrilete y el respeto ancestral.
Primero los pequeños, luego las competencias y como si el viento lo supiera y en perfecta sincronía llegaba luego el momento de volar y convertir al papel de china en pluma para elevar los saludos al Ajaw. El arte al ras de suelo gobernó entre las nubes conectado al humano solo por hilo o lazo, por una tradición.
Y Así, mientras los niños sostenían entre nubes sus réplicas pequeñas el pueblo mecía a los gigantes entre nubes; se abrieron rones, se desenterraba la cusha y se servía aguardiente, fiambre y dulces a los muertos. Rezo, baile y canto con los que ya se marcharon a descansar.
Alguien dijo “solo aquel que respeta la leyenda replica el ritual”. Callaron todos y desde la tumba terminó el silencio de la abuela mientras comenzaba a contar:
“Tzumpan viejo era invadido por espíritus malignos que por este día llegaban a molestar a las buenas ánimas que descansaban en el cementerio, ya molestas las ánimas vagaban inquietas por calles y viviendas. La gente quiso deshacer aquel maleficio y fue con los Ajq’uijab’ contadores el tiempo, ellos coincidieron en una solución. Todos los años, en esta fecha, debía hacerse que el viento chochara contra papel fino en el cielo, el sonido ahuyentaría a los malos espíritus. Solo así todos, vivos y muertos, podrían recuperar la paz. Así que cada vez que volamos barrilete mantenemos lejos el mal y luchamos por nuestra paz.”
La raíz habló, el milagro de la tradición oral ocurría una vez más y los hijos del maíz respiraban contentos cumpliendo con el mandato anual de llevar paz. No es seducir a la muerte, es demostrar que la vida y su ausencia no son barrera para el amor, es bailar por un día con la única certeza que todos tenemos, darse libertad para reír con los muertos, recordar entre lágrimas los viejos momentos y brindar al calor de la vida y la muerte, crear comunidad.
Caía la tarde y no con ella los ánimos, el celaje trajo consigo a las estrellas y la noche y en uno que otro árbol cantó melancólico el que ya no era papel porque se convirtió en pluma verdadera y lleva los cantos de Xibalbá. Cantaba “Que todos nuestros muertos descansen