Preguntó cómo se llamaba el perro. “Orión”. “Ah, Gorrión”, dijo. Y seguimos nuestros caminos. Consideré innecesario aclarar el malentendido a quien no parecía incómodo por nombrar a un mamífero como un ave y desbarataba la incongruencia reduciendo lo desconocido a lo conocido.
Nadie tiene el monopolio de semejante práctica; ni el estudioso que construye modelos para explicar cierta realidad ni el jornalero que entiende una cosa por otra; el primero tiene medios para administrar la ignorancia que el segundo simplemente derrocha.
Laplace definió la estadística como la medida de lo que no sabemos. En otro tono, Erasmo elogió la ignorancia como nuestro estado más feliz: el conocimiento nos vuelve desgraciados. Pero tampoco el conocimiento le pertenece a un solo individuo; Alfonso Reyes decía que “entre todos lo sabemos todo”, como un rompecabezas que armaremos cuando aprendamos a compartirlo para desarrollarlo. Ese día aprenderemos a aprender; mientras tanto, parece que seguimos elogiando la estulticia.
Sólo así puede entenderse que nuestro presidente siga teniendo una aceptación extendida, afortunadamente no absoluta; hay quienes prefieren aprender de sus propios errores en lugar de esperar que la voz del huey tlatoanilos ilumine.
Más que evidente, la incapacidad de cambiar de rumbo ante un nuevo panorama y de alcanzar acuerdos con la disidencia se ha convertido en la marca del sexenio, todo en nombre de la pureza. Esa bandera solo sirvió para arrebatarle el poder a un partido corrupto; una vez ensillado en la presidencia, el purísimo se abandona a la amnesia. Y no gobierna un país plural, sino que se queda patinando en su calidad de candidato de los pobres, con la mirada perdida en un pasado que no entiende o cree entender como mejor le conviene.
Cualquiera sabe que no se puede cambiar el ayer, solo interpretarlo: como punto de partida o como meta por alcanzar. En la concepción lineal del tiempo que nos rige, el pasado se ubica atrás y el futuro adelante, hacia donde avanzamos sin remedio. El tiempo como un avance sin pausa. Pero quien cree que llegó al poder porque lo han elegido los dioses de la Historia, el pasado no ha pasado: está esperándolo para incorporarlo al panteón heroico. Y arrollará a todos y a todo para alcanzar esa meta dorada. Despropósitos similares han movido a gobernantes de otras épocas.
En la Mesoamérica posclásica, los antiguos nahuas reescribieron su historia para quedar como herederos de un pasado glorioso, después de quemar los libros donde se narraba su origen de siervos sometidos por otros pueblos. Tal vez hubo más de un Izcóatl que procedió así al derrotar a sus enemigos, para darle a su pueblo un pasado más adecuado a su nuevo estatus hegemónico, utilizando la historia y el mito como aparatos propagandísticos. En aquel tiempo privaban otros paradigmas; el pensamiento mágico y la concepción del tiempo circular permitían esperar el restablecimiento del pasado.
En nuestros días, tal maravilla ocurre en películas y series de ciencia ficción y en la literatura fantástica, además de la mente del presidente mexicano y las de sus seguidores más fanáticos. Porque sin fanatismo resulta obvio que el Poder Ejecutivo está en manos de alguien que camina para atrás. Y como en todos los que llevan direcciones encontradas, sus lados se encuentran invertidos, de manera que la derecha de uno corresponde a la izquierda del otro.
Esta inversión de la lateralidad describe muy gráficamente la situación que Roger Bartra plantea en El regreso a la jaula como el intento por restaurar el nacionalismo autoritario del siglo XX. Al principio de su libro, afirma que López Obrador llegó al poder por las circunstancias y no por sí mismo, con la nada pequeña ayuda priísta y las tendencias derechistas de nuestra sociedad.
En la literatura abundan ejemplos de autores y movimientos que toman el pasado como fuente de recursos para criticar la modernidad presente. El poeta queretano Francisco Cervantes y el medioevo lusitano, el modernismo y el exotismo oriental, la Generación del 27 española y la obra de don Luis de Góngora. Pero lo que en las letras impulsa la creatividad, en política muestra la esterilidad del pensamiento de quien recurre a emociones y símbolos porque carece de ideas, feliz en su ignorancia. Erasmo dijo irónico que la felicidad y el conocimiento se repelen.
El poderoso ignorante tiene todo para hacer daño y nada o casi nada que se lo impida. Un simple mortal puede confundir el nombre de un perro con el de un ave y no pasa de la anécdota. Pero el poderoso nos arrastra en su estulticia, con graves consecuencias para todos los sectores, especialmente para el del arte y la cultura.
También ahí predominan símbolos, emociones y otros elementos irracionales, pero con una orientación liberadora y crítica. Algo Inadmisible para quien se empeña en derrochar la ignorancia.