En la inmensidad del mar heterogéneo existe todavía un barco de inmanencia. Ahí tiran el ancla, algunas marineras, mientras otras son sirenas que circundan. Mito, fantasía, verdad. Defienden ciegamente un estado a la deriva.
Pero eso hacemos finalmente, todos, los humanos. Y la ola que las arrastra o las hunde, las golpea una y otra vez; las abandona en la arena para que el sol las descifre. Otras veces, las esconde, las entierra, como el tesoro más sublime pero que no se comparte. No se comparte porque se lo apropian, lo transmutan a posesión, objeto, belleza… pero es más fuerza, inteligencia, magia que se hace de noche para conjugarse de día.
Mientras tanto, me seguiré poniendo a tono de mujer. Observo el grimorio que bautizo como mis notas y a mi manera hechicera, conjuro entre letras resquebrajar la incongruencia de la que todos somos poseedores. Leyendo, escribiendo, impregnándome de la alquimia que han dejado todas las grandes, todas nuestras hermanas, todas las guerreras, todas las sabias, las “locas” que se atrevieron… las mujeres vilipendiadas.
“Cada vez que una lee de una bruja tirada al agua, de una mujer poseída por los demonios, de una curandera vendiendo hierbas y aun de la madre de un hombre célebre pienso que estamos en la pista de un novelista, un poeta abortado, o una Jane Austen muda y sin gloria, una Emily Brontë rompiéndose los sesos en el páramo o recorriendo con desolación los caminos, trastornada por la tortura de su genio. Me atrevo a adivinar que Anónimo, que escribió tantos poemas sin firmarlos era a menudo una mujer” (Woolf).
Y en este mundito de pérdidas y hallazgos, donde el matriarcado se instauró y el patriarcado decidió, decide, no pretendo ahondar en embrollos feministas… voy ahondar en asuntos de HUMANOS. Porque la niña, la joven, la adulta, la vieja todavía no se han reencontrado. La indiferencia ante tanta, opresión, maltrato, machismo, muertes… la palabrería añeja de igualdad… definiciones que se quedan cortas de lo que en verdad significa ser mujer, han normalizado este estado que no nos permite trascender.
Seguimos llenas de impotencia, de enojo, porque si nos atrevemos a contradecir, a luchar, a no sobajarnos, nos atacan. La pedacería de hombres que violentan, “…que proclaman tan campantes ‘la maté porque era mía’, así nomás, como si fuera cosa de sentido común y justo de toda justicia y derecho de propiedad privada, que hace al hombre dueño de la mujer. Pero ninguno, ninguno, ni el más macho de los supermachos tiene la valentía de confesar ‘la maté por miedo’, porque al fin y al cabo el miedo de la mujer a la violencia del hombre es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo” (Galeano).
Y no sólo hombres, existen también aquellas mujeres que se rebajan y dan cabida a un legado ya arraigado de defensa en automático del hombre incapaz, como si eso las hiciera merecedoras de algún premio por hacer bien su tarea. Pero, rectificar también está permitido.
Empecemos por apreciarnos, que no duela, que no de pena, que se reconozca. Otorguémosle valor a quien sea merecedor. Sea hombre o mujer. La fortaleza se construirá con base en credibilidad y una verdadera unión, rodeándonos de mujeres abiertas al diálogo, objetivas, dispuestas a ser autónomas.
Y a todos los que siembran contradicciones sin dar frutos o flores, que se quedan en semillas enterradas o que sólo germinan en mala hierba; a todos aquellos que obstruyen la vida de los demás con enredaderas embalsamadas en envidias, que se asumen como meros ornamentos, plantas colgantes movidas por la especulación del viento; o que se quedan instalados en macetas encapotadas… a todos aquellos troncos resecos de traumas y follajes opacados por cobardía, que viven en la duda impregnados ya por la plaga; a todos y cada uno de ellos, no queda más que agradecer porque de todo el humus que marchitó la flor ahora se nutre y retoña una y otra vez una rosa… una flor, una mujer irisada con todo y sus preciosas espinas.