Acaso seamos por lo que tenemos alrededor. Acaso no signifiquemos en tanto a las cosas que parecemos «ser» definidamente (nuestras actitudes, formas de pensar, perspectivas del universo, etcétera), sino que lo hagamos a partir de las rendijas perceptivas, de las cosas que nos existen, aquellas en las que estamos inmersos.
Esos sentires son quizás más extremos, más claros y más notorios, cuando nos dislocamos de donde solemos estar: la experiencia de dejar la casa, de movernos de donde acostumbramos para explorar otras formas de habitar el espacio siempre llevado bajo nuestras suelas, es siempre la misma (en tanto a que nuestro cacho del mundo es [¿es?]) y completamente distinta.
Hace unos días, por ejemplo, saliendo del extraño toquín de una joven banda tijuanense que aprecio y respeto como uno de los proyectos más interesantes del «ahora» (se llama Ramona [esto no es un comercial]), tuve la buenaventura de olvidar las llaves de mi departamento en el colgadero y no recordé ese descuido sino hasta que estaba, ya de madrugada, frente a mi puerta tentándome los bolsillos profundos en busca de fierros ausentes.
Ridículo, me dispuse a dormir junto al marco de la puerta en espera de que el día trajera consigo la posibilidad de un cerrajero. Después decidí que no dormiría, y me puse a caminar por la colonia, flaneando la experiencia de la madrugada sin creerme (sin quererme) un Baudelaire de posmodernía.
Y como el Baudelaire de posmodernía que no quería ser, caminé hacia lo indefinido cuando uno de los guardias de seguridad de mi edificio se fijó en mi corporalidad sospechosa y me preguntó que carajos hacía un jueves a las dos de la mañana flanqueando una calle vacía. Respondí los usuales aquinomáses y estoysinlláves y después inquirí por un cargador de celular que el hombre bien me tuvo a prestar.
Proseguí a sentarme junto a él, mirando los videos de toda la cuadra con sus extrañas figuras (sombras malviajantes que resultaban árboles, ancianas paseando al perro), y así se pasó el rato con cierto divertimento.
Él escuchaba quedamente el primer álbum de los Doors y tomaba oculta una pachita de Bacardi añejo mientras yo me hacía como que no lo veía. En tanto, nos pusimos a platicar sobre las grandes cosas de la vida: el trabajo (lo disfrutaba él, yo también, cada uno a nuestro modo), la familia (linda la de ambos, sí, muy linda), y el amor (comparado al cual, no cabe duda, es más fuerte la costumbre). Después de un rato, él decidió que mi celular ya tenía suficiente pila y me mandó a buscar otro entretenimiento lejos de él so riesgo de que sus supervisores (señoras y señores jubilados paseando al perro por ahí) le llamaran la atención por estar chachareando en horas de trabajo.
L’inmensité Intime, Bachelard dixit.
Este es, entonces, el meollo del asunto: cuando viví esta experiencia de la ligereza, este trastocamiento de lo cotidiano otorgado por tan fortuitas circunstancias, fui capaz de relacionarme con mi lugar de habitación de manera muy distinta a la usual, de otorgarle un nivel semiótico distinto al que acostumbro (y que es, seamos sinceros, mentar madres por lo cansado que estoy, o por el tráfico que hay, o de que no hay agua, o de que no me deja dormir a las 12 p.m. el vendedor de tamales).
Por un momento de madrugada absurda, el espacio en que habito se convirtió en un nuevo espacio donde adquirí conocimiento, reverberación (simple plática pues) con una persona que saludo todos los días y nunca me había detenido a conocer, el espacio que esa persona ocupa en mi cotidianeidad se convirtió en algo menos rígido y estructurado, diferente, quizás más humano.
Además de que pude observar plenamente la belleza escondida en la arquitectura de las unidades de interés social construidas en la Ciudad de México a principios de los 70. Fue una gran noche, pues, a su manera. Y no dormí un carajo. Y al otro día llegué a trabajar hecho una piltrafa y casi a punto de dormir con la cabeza en el teclado. Pero, oh Dios, valió la pena.
Desde aquél día, cada que cruzo la puerta para ir o regresar, el guardia y yo nos saludamos con una fraternidad un poco más sincera que la prisa usual e incómoda. No nos conoceremos «realmente», pero sabemos que somos, que estamos, que compartimos un espacio, y que Jim Morrisson tenía una voz bien poderosa.