Ayer, la inspiración rica y galana
llenando mi cerebro de fulgores;
y tú, sonriente y dulce en tu ventana,
hablándome de dichas y de amores.
Ayer, cuanto era luz y poesía,
las albas puras y las tardes bellas
henchidas de sutil melancolía,
y las noches pletóricas de estrellas…
Salvador Díaz Mirón, “Mudanza”
Para Díaz Mirón, la mudanza significa ilusión y dicha, sentimientos que han de ser transformados en ansia y desesperanza; amor y flores, que mutarán en desierto; júbilo que pronto será dolor. ¿Por qué la esperanza ha de estar siempre presente en las acciones humanas?, pregunta Tú. Volvemos a la sin-respuesta.
Pero quizá el poeta tenga razón, quizá el sujeto común no puede sino mudar a cada instante, mudar de espacio, mudar de hábitos, mudar de creencias, mudar de amistades, mudar y mudar en la espera de encontrar la felicidad o tratar de saciarse con los breves instantes de alegría que vienen a cada mudanza.
La mudanza entonces es necesaria. Más que necesaria, también es un hábito común del individuo, sin el cual, no sería posible el estado armónico de la cotidianidad. ¿Ironía? Y también, sin embargo, se dice que el ser humano requiere volver constantemente a su rutina, pues no sabe la fórmula que requiere para crear nuevas realidades, por ello es que siempre, a pesar de la mudanza constante, aguarda en sí un dejo de costumbre.
Mudar trae consigo el reencuentro con los objetos, la satisfacción del recuerdo y las alegrías antiguas vuelven a acrecentar esa ilusión primera del cambio. Cuando uno decide irse del sitio en que ha residido los últimos años, o toda la vida, siempre se conserva un dejo de aflicción por lo conocido, pero el sentimiento del cambio es tan fuerte que estas añoranzas no perturban la decisión del movimiento, sino que incluso la motivan, en la búsqueda de nuevas emociones.
¿Pero una mudanza traerá consigo, necesariamente, el cambio que el individuo requiere para re-crearse? Quizá no. Lo que sucede en esa ilusión de “renovación” es precisamente eso, la utopía, la idea de que todo cambio abre puertas oscurecidas por el hábito y el sopor en que nos envuelve.
Sabemos que el cambio no es la solución a todo, que a donde se mude siempre se llevará consigo la rutina: levantarse, tomar la pasta dental en el orden adecuado para uno (o el desorden, para otro), cepillar los dientes en el sentido acostumbrado, mirarse al espejo y adivinar, entre la incertidumbre de la falta de visión matutina, el nuevo número de arrugas, de canas, de pigmentos en las bolsas oscuras debajo de los ojos; mirar la cama y desear unos minutos más, creer que si, llegada la noche uno hubiera cambiado esta cosa o esta otra, quizá en ese momento no se estaría sufriendo por iniciar el día. Pero no es así. No lo es porque a pesar del cambio, el hábito siempre se hace presente.
Siempre, debajo de ese cambio de corte, de ese nuevo labial, de la nueva tonalidad en el cabello, del vestido distinto a lo acostumbrado, de los zapatos que siempre deseaste, detrás de eso estás Tú, el común, el de siempre, el que nació entre líquidos hediondos, añorando cambiar de espacio. El que siempre muda, ése eres, y por ello serás Tú, aunque la ciudad y la habitación se muden de ti constantemente.