En todo el mundo, la actual crisis sanitaria ha puesto en evidencia la escasa o nula preparación de nuestras sociedades y gobiernos en materia de protección civil, especialmente cuando se trata de una emergencia provocada por un agente perturbador de tipo sanitario-ecológico. En países ricos y pobres, movidos por la necesidad de trabajar o seducidos por la idea de que pueden hacer lo que les dé la gana, muchos se resisten a seguir ciertas medidas preventivas contra la pandemia.
Este mal nos puso contra la lona y de una u otra manera nos levantamos; seguimos luchando, pero estamos contra las cuerdas. Y el contrincante se ha mostrado más que rudo. La situación cuestiona a la civilización y a las culturas contemporáneas; exige respuestas que involucren cambios en nuestro modo de vivir y de ver el mundo, cambios culturales.
Sin embargo, después de casi dos años, las vacunas y la reanudación de las actividades han generado una sensación de confianza y seguridad con la que se propician descuidos y contagios. Los rebrotes y mutaciones del virus en países que se consideraban relativamente protegidos sugieren que debemos reconsiderar las bases y los términos en que formulamos la confianza en nuestra seguridad.
La cultura de la protección civil cobra entonces la pertinencia de lo indispensable, como respuesta a las amenazas que ponen en riesgo vidas humanas de cualquier condición social, porque se levanta sobre el reconocimiento de nuestras vulnerabilidades. Los protocolos y procedimientos elaborados para las diferentes emergencias, la organización y estructura desarrolladas con la experiencia de años, más las leyes y reglamentos en la materia vigentes constituyen una valiosa adquisición en espera de mayor difusión e interés por ella.
Para esta cultura, la seguridad se basa en la aplicación de medidas preventivas, en el manejo de información y en la adopción de una actitud de alerta en calma. Todo adquirido mediante la preparación teórica y práctica.
En México, el Sistema Nacional de Protección Civil nació por decreto del 6 de mayo de 1986, después de los sismos que sacudieron el suelo y las conciencias de autoridades y ciudadanos en la capital nacional y en todo el país. La población ha respondido favorablemente, sobre todo en lugares con alta sismicidad, participando en simulacros y formando brigadas en sus centros de trabajo. Pero no se puede decir que el interés se haya generalizado en el ámbito doméstico.
Entre las autoridades hay esfuerzos por aplicar y hacer cumplir las leyes, sobre todo en hospitales, escuelas y guarderías del sector público. Por parte del sector privado también hay adelantos importantes, casi siempre en materia de seguridad en el trabajo, sin mayores consecuencias en la vida cotidiana. Pese a todas las recomendaciones para el manejo de explosivos, por ejemplo, los depósitos de fuegos artificiales siguen explotando.
En relativamente poco tiempo, la cultura de la protección civil se ha establecido entre nosotros, aunque aún de forma incipiente. Su importancia crece en un panorama de crisis ambiental con pronóstico de inundaciones y sequías, incendios forestales y más y más carbono en la atmósfera, agravado por la resistencia de los intereses económicos y por la lentitud con que cambian las mentalidades. Así quedó entendido en la 26 Conferencia de las Partes de las Naciones Unidad sobre el Cambio Climático, recientemente celebrada en Glasgow, Escocia.
Ciertamente, el cuidado de medio ambiente forma parte de la protección civil, pero solo ante una emergencia; el gobierno mexicano cumple la función de protegerlo a través de la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales. También hay leyes y reglamentos que regulan el impacto de las actividades humanas en el entorno. Y como en todo el mundo hay movimientos civiles decididos a cubrir las omisiones de los gobiernos en materia ambiental.
Se trata de cambios parciales pero profundos en la mentalidad predominante, que en la gente común pasan por dejar de escupir en el suelo o de usar bolsas de plástico, involucran una relación respetuosa con el entorno natural y prácticas como manejo de desperdicios y uso y reuso de agua y reciclaje de desechos orgánicos.
Para tener consecuencias serias, estos cambios deben generalizarse, lo cual puede llevar varias generaciones. No obstante, el atajo de la educación puede acortar el proceso de construcción de la conciencia ambiental, como materia escolar y hasta como juegos que pueden o no incluir la prevención de desastres. Entre el medio ambiente y la seguridad hay un diálogo con varios puntos de contacto. Vale la pena trabajar con la niñez.
En el panorama nacional destacan esfuerzos como la maestría en Educación Ambiental de la Universidad de Guadalajara, inscrita en el Programa Nacional de Posgrados de Calidad del Conacyt; especialmente el trabajo de Elba Castro y Javier Reyes basado en las posibilidades de la poesía para expresar la relación con el ambiente. Queda para la próxima.