Antes de salir estiró las piernas. Hacía frio y estaba bien abrigada. Se puso la capucha de la campera de Gabriel y comenzó a trotar. Para cuando llegó a la plaza, ya estaba corriendo al ritmo de siempre, tal vez más rápido. Por mucho que lo intentara, no podía pensar con claridad últimamente, no tenía consciencia de su cuerpo ni de sus movimientos desde… bueno… desde lo que les había pasado. Disminuyó de a poco la velocidad, hasta que se quedó parada ahí, contemplando el horror que se le presentaba esa mañana de invierno.
Unos meses antes, Martina había llegado a su ciudad a las cinco de la madrugada, en colectivo. Volvía desde un pueblo, donde había participado en un festival de boxeo amateur. Martina fue acompañada por su novio Gabriel. Mientras iban caminando a su casa, sacó de la mochila el celular para avisarle a su mamá que ya estaba en la ciudad.
—No saqués eso ahora —dijo su novio—, están todos saliendo de los bailes.
—Le aviso a mi vieja que llegamos y lo guardo enseguida —respondió Martina.
Por todas partes había patotas, algunos iban borrachos y en otros lados grupos de chicas que iban una al lado de otra, muy pegadas por el frio. Martina acercó el celular a su boca para mandar el tercer audio, cuando de repente un muchacho se lo quitó de la mano y siguió caminando como si nada. Martina quedó parada y miró a su novio:
—¡Me quitó el celular!
—Ya fue, déjalo. Te dije que no lo sacaras.
Martina corrió detrás del ladrón que iba con otros cinco tipos. Agarró al chico del buzo y le gritó:
—¡Dame el celular!
Martina le lanzó un derechazo en la nariz y el joven cayó al suelo, luego una combinación de cuatro golpes a otro y quedó noqueado. Y así seis vagos se enfrentaron a una campeona del boxeo amateur. Llegó un patrullero y un policía tuvo que sacar a Martina de arriba del chorro porque le estaba rompiendo toda la cara a golpes. Martina recuperó el celular, pero Gabriel quedó tirado en el suelo, ensangrentado, todo golpeado y con una navaja clavada en el estómago. La chica se acercó nerviosa a él, con los ojos llenos de lágrimas y se arrodilló a su lado. El chico quiso decirle algo, pero no pudo. Pronto la boca se le llenó de sangre
No se supo cuál de todos le clavó el cuchillo. Además le habían pateado la cabeza, provocándole un traumatismo de cráneo. Como Martina no había visto quién había apuñalado a Gabriel, los tiempos de la Justicia se prolongaron más de lo que ella podía soportar. El cuerpo quedó en la morgue judicial, y la sensación de que todo quedaría en la nada flotaba en el aire. Durante la semana siguiente, Martina recibía amenazas continuamente con llamadas anónimas a su teléfono fijo diciéndole que se cuide en la calle. Los asesinos conocían a Gabriel de vista porque su barrio quedaba cerca al de ellos y lo odiaban porque era de una barra rival. Sus vecinos con dolor y bronca decían: “Era un muchacho buenazo”, “Re humilde y bueno”, “Era educado y se vestía bien”. Uno de los atacantes confesó que su amigo le quitó el celular a propósito a la chica para pelear con él, no con ella. Les salió mal la jugada.
Unos días después soñó con él, estaban entrenando como siempre, estaba vivo… ¡vivo! Ella lo besaba y no podía creer que lo tuviera con ella otra vez. Pero luego veía la sangre brotando otra vez del estómago y la boca. Cuando despertó, tomó de la mesa de luz el celular y, con lágrimas en los ojos, escribió “Te extraño mucho” y lo compartió como estado en sus redes, con una foto en la que estaban juntos, posando con los puños como boxeadores en su última pelea.
A la mañana siguiente, se puso la capucha de la campera de Gabriel y comenzó a trotar. Cuando se detuvo en la plaza, encontró los cuerpos clavados en los árboles. Los tipos que los habían atacado, que habían matado a Gabriel, estaban desnudos, inmóviles, pálidos. Los brazos abiertos, con estacas en las manos. Las bocas abiertas de forma inhumana, y el horror… el horror en la mirada. Y en el pecho de uno de ellos, marcando al asesino, un mensaje tallado en carne y sangre: Yo también te extraño, Martina.