Dev, el viejo Cadillac que lideraba a los coches encerrados en el depósito, se acercó al recién llegado.
—¿Y bien? ¿Tú por qué estás aquí? —le preguntó.
El pequeño Volkswagen sedán apartó la mirada, tímido, y no dijo una palabra.
—Callado, ¿eh? —continuó Dev—. Supongo que es tu primera vez aquí, ¿cierto? Seguro que sí. Por lo regular los novatos se comportan así, y créeme que lo agradezco: es preferible a que nos molesten toda la noche con pretensiones de inocencia. Aquí todos somos culpables de algo, lo reconozcamos o no. Mira allá, por ejemplo: ¿ves aquel Chevy rojo al fondo? Atropelló a una mujer con una carriola; su dueño pasará otros siete años tras las rejas. Ese Shelby jovencito, el que está casi al centro del patio, tiene tantas multas de velocidad que estará encerrado un buen tiempo. ¿Y qué decir de aquel Lincoln en el rincón? Ése sí que es un tipo peligroso: perteneció a un mafioso de Chicago durante la prohibición; sabrá Dios cuántos cuerpos le cargaron en el baúl. Todos preferimos guardar la distancia de él. ¿Yo? ¡Bah! Yo no hice nada interesante: me incautaron como pago por todos los impuestos que debía mi dueño. Y no creas que le importó gran cosa: yo ya era un cacharro a fin de cuentas…
El Volkswagen se quedó pensativo.
—Sé que debe ser duro escuchar todo esto y pensar que estarás aquí, con nosotros, un tiempo indefinido, pero tranquilízate: lo peor que puede suceder es que el teniente Brown venga y te quite alguna pieza para venderla como refacción. Así que, vamos, ¿cuál es tu historia?
Silencio. Por un momento Dev pensó que el muchacho era mudo. Iba a dejarlo por la paz cuando al fin habló:
—¿Alguna vez oíste hablar de Ted Bundy?
Entonces todos en el depósito voltearon en su dirección, perturbados, incluido el Lincoln del rincón al que suponían tan rudo.