Esta maldita silla es incómoda. Tiesa; ni siquiera pudieron conseguir una reclinable. Mi cubículo es pequeño, reducido; tampoco me dejan personalizar mi escritorio. Los rostros de mis compañeros son, en su mayoría, inexpresivos, sumidos en el vaciado de la contabilidad. Mi hora de comida se acerca. Tengo las manos sudorosas y me tiemblan cada cierto tiempo.
Debo conseguir más.
Mi trabajo se encuentra a dos calles de la estación División del Norte del metro de la Ciudad de México; puedo ir y venir en una hora.
Ya lo he hecho.
Me levanto de mi escritorio con cierta ansiedad; me dirijo a la puerta de entrada; saludo al guardia de seguridad. Anoto mi salida y me dispongo a toda prisa a darle una visita rápida al Patrón. Sus oficinas, están en Tepito.
El viaje me impacienta al borde de la exasperación. Abordo uno de los vagones del metro de la estación División del Norte, de la línea verde, dirección Indios Verdes; viajo hasta Guerrero, donde la línea verde claro se une con la línea verde y gris; transbordo en dirección Ciudad Aztecay me bajo una estación después, en la Lagunilla.
La contraposición de la Colonia del Valle (de donde vengo) y el lugar donde estoy es evidente. De entrada, un vagabundo que huele a orina de varios días, me recibe en las escaleras de salida del metro Lagunilla con ronquidos ensordecedores.
Salgo del metro.
El barrio se siente pesado, más que de costumbre. Los policías de los alrededores miran inquisitivos a todo el mundo, pero no se atreven a entrar. Dentro del barrio no gobierna nadie.
Camino deprisa, pero sin correr, evitando mirar a nadie a los ojos. Procuro verme tranquilo, nativo, como si hubiera vivido ahí desde hace tiempo. En varios puntos, gente mal encarada miran a todos y a nadie a la vez; buscando, ponderando. Eligiendo con discreción y la paciencia del depredador a su próxima víctima. Camino entre ellos por poco más de cinco minutos, que me parecen eternos. Logro llegar indemne hasta mi destino.
Toco una reja blanca con firmeza, pero sin desesperación.
—¿Qué quieres? —me espeta el encargado.
—Vengo a ver al Patrón —le respondo.
—La verga, tú eres policía, culero —grita.
—Ya, wey. Siempre me dices lo mismo —discrepo.
—Pásale pues. Pero en chinga, cabrón. Allá afuera anda la perrera.
El rechinado de la reja blanca al abrirse me cala hasta los huesos. Un hombre enorme con cicatrices en el rostro, me mira como si estuviera a punto de matarme. “No lo mires a los ojos, no lo mires a los ojos”, me digo para tranquilizarme.
El sujeto que me recibió, vocea algo por su radio y me indica hacia dónde dirigirme. El lugar es una vecindad, o alguna vez lo fue. Un par de tipos con escuadras en el cinturón me miran con nerviosismo poco disimulado al pasar junto a ellos. “No los mires a los ojos, no los mires a los ojos”.
Un par de niños juegan despreocupados en el centro del patio de la vecindad. La anciana que los cuida tiene la mirada ausente de quien ha perdido todo en esta vida.
Subo las escaleras, y entro en la oficina del Patrón.
El interior apesta a vicio. Depravación. El aire es demasiado denso. El Patrón se encuentra contando un fajo de billetes de quinientos, sentado en su escritorio. Apenas nota mi presencia.
Me acerco con suma precaución, evitando pisar el improvisado altar a la Santa Muerte que adorna el piso de aquella habitación. Volteo la mirada y lo primero que observo es una estantería repleta de frascos con hierbas de cuestionable procedencia. “Hidropónica”, “colombiana”; son algunas de las etiquetas que alcanzo a leer antes de encontrarme frente a frente con el Patrón.
—Buenas, Patrón. Un papel, por favor —digo en un hilo de voz, pese a mi esfuerzo por actuar con naturalidad.
El aludido con la calma de quien conoce el oficio, abre un cajón y saca una bolsa con el contenido que vengo buscando. Vierte un poco sobre un pedazo de papel cuadrado y con la voz más tranquila pero escalofriante me responde.
—Sesenta pesos —mientras me extiende la mercancía.
Le pago la cantidad acordada con un billete de cien.
—Puedes darte aquí, si gustas—me ofrece.
—Muchas gracias, jefe —le respondo.
Me dirijo a una mesa que se encuentra al fondo del lugar. Saco mi celular y mi cartera. Coloco el celular sobre la mesa y arrojo el contenido del papel que me acaba de dar el Patrón. Saco de mi cartera mi credencial de elector, y la utilizo para machacar la mercancía, hasta volverla un polvo muy fino, y separarlo en cinco líneas rectas lo más proporcionales posible; guardo mi credencial en la cartera, no sin antes lamer los resquicios. Mi lengua se entume. Saco de mi cartera un billete de cincuenta pesos, y lo enrollo para hacerlo parecer un popote.
Snif…
Inhalo.
Snif…
Exhalo.
Repito la operación otras tres veces. Dejo que los químicos hagan su trabajo, mientras siento como mi boca se tuerce momentáneamente. Lamo la pantalla del celular, para capturar lo más que se pueda. Guardo todo, y salgo a toda prisa de ahí.
Mi corazón late con bastante fuerza. Me despido del Patrón con un ademán y bajo las escaleras con dirección a la salida. Mis pupilas se dilatan. Le pido al encargado que abra la puerta blanca.
—Sáquese a la verga —me dice.
Afuera, el mundo parece moverse con gran velocidad. Camino a toda prisa, evitando correr, en dirección al metro Lagunilla. “No mires a nadie a los ojos, no mires a nadie a los ojos”. Quedarse parado puede suponer un gran riesgo. Mi paranoia impide que razone con claridad, y comienzo a pensar que todos se me quedan viendo. Abro y cierro mis manos constantemente sin darme cuenta. “No mires a nadie a los ojos, no mires a nadie a los ojos”. Un cholo comienza a vocear algo por radio mientras se me queda viendo, o eso pienso yo.
Llego a la estación.
El camino de regreso es aún más tortuoso que el de venida. Abordo la estación Lagunilla, de la línea verde con gris, dirección BuenaVista, del metro de la Ciudad de México; viajo hasta Guerrero donde la línea verde con gris se une con la línea verde claro; transbordo en dirección Universidad y me bajo ocho estaciones después, en División del Norte.
Salgo del metro, y me dirijo a mi trabajo. Mis dientes rechinan y mis manos siguen sudorosas. Las abro y las cierro constantemente sin darme cuenta. Llego a la puerta de entrada; saludo al guardia de seguridad. Anoto mi regreso, una hora exactamente. Sacrifiqué mi hora de comida, pero valió la pena. Busco mi escritorio sin personalizar, me siento en la maldita silla incómoda y vuelvo a sumirme en el vaciado de la contabilidad.