Por tercera vez le había introducido el cuchillo en su abdomen, resbalaba delicadamente como los dedos de un niño que se hunden en un pastel de cumpleaños entre el betún. La sangre le salía a borbotones y poco a poco la lucidez en su mirada iba disipándose, tenía los labios resecos y el rímel corrido por todo su rostro…, las piernas le temblaban como si fueran varas de carrizo que son sacudidas por el viento. Quién sabe por qué demonios tenía aún las zapatillas puestas. Ella, intentaba sobrevivir, se aferraba a la vida si es que puede definirse así a este mundo rancio que se pudre con velocidad a causa de la política, el fútbol, los corridos y el café descafeinado. Insistía en suturar su piel con los dedos de sus manos, pero resultaba inútil. Iba palideciendo como una fruta que se magulla con el tiempo, sus ojos comenzaban a perder el brillo y su boca blanquecía cada vez más. Flavio, dio otro trago a la botella de licor… Blanquecía cada vez más. Estaba desangrándose. El piso se tiñó con un espesor achocolatado que iba secándose como cochambre en un sartén. Había desorden en la habitación: latas de cerveza y colillas de cigarros le daban un matiz melancólico a aquel cuartucho.
Por la hendidura de la ventana los tenues y débiles rayos del sol se introducían estampándose en aquel cuerpo casi inerte, frío, con un par de medias agujeradas y el corazón calcinado desde que Flavio la conoció o quizá desde antes, el cabello desordenado como una madeja de estambre a medio terminar. Una arqueología de heridas en su piel, en su alma.
Flavio, engulló la última gota de licor. Un zigzag que torcía la fisionomía de sus labios le hacía ver como si estuviese sonriendo. De repente pateó el dorso de Estela y supo que todo se había ido al carajo. Aquel bulto de carnes sólo se estremeció, ya no por reacción natural, sino por la fuerza con la que su columna vertebral había sido embestida.
Ahora había que esconder el cuerpo tieso y cenizo de Estela. Arrojarlo por la ventana no era una excelente idea. Comérselo fue el pensamiento que cercenó su cabeza; se esforzó en medir algunas posibilidades que le resultaron factibles después de un análisis retrospectivo en el que salían a flote diversas habilidades homicidas que aprendió de las películas, las series y los diarios amarillistas. Al final, al cabo de unos minutos, le resultó una total estupidez.
—Ni que estuvieras loco pinche Flavio —Se exhortó como si así resolviera todo este embrollo criminal.
Con su mirada imanada al piso permaneció casi los siguiente doce minutos. Unas gotas de sudor surcaban su hinchada cara partiendo en dos ambas mejillas. Desabotonó su pantalón vaquero de mezclilla y en posición de cuclillas, poniéndola bocabajo, tomó de la cintura a Estela, rasgó sus bragas violetas de encaje y una vez que le encajó los dientes en las nalgas un chorro de semen terminó su curso en la pantorrilla izquierda de su víctima. Él estaba desorbitado, borracho, jadeante y atosigado por una soledad que en ese instante atravesaba sus sienes como un relámpago; martilleándole en el pecho el corazón a punto de fracturarle la caja torácica.
Estela había enmudecido y eso era irremediable.
Por primera vez, después de mucho tiempo, experimentaba cómo lentamente la preocupación e intranquilidad iba gobernándolo. Las tripas le gruñían. El alcohol en ayunas había comenzado a hacer estragos en su estómago. Estaba obligado a pensar rápidamente y tomar una decisión crucial: buscar qué comer o deshacerse de aquel bulto tirado en el piso en vísperas de descomposición que meses atrás había sido la única causa de su maldito insomnio. Sin remordimiento eligió ir en busca de un suculento almuerzo. Así de fácil eran las cosas ahora.
Afuera hacía viento y el sol por momentos se escondía detrás de unos nubarrones grisáceos que avisaban la probabilidad de una tarde fresca y lluviosa. La carretera se miraba interminable, y el poco tránsito de automóviles la hacía ver desértica, olvidada… El escenario perfecto para efectuar cualquier crimen, un asesinato por ejemplo. Tomó su abrigo, y cepilló su cabello con la punta de sus dedos como si así reorganizara sus ideas.
Después de forcejear un par de veces con el cerrojo de la puerta al salir de la habitación, Flavio, por fin logró sacar la llave. Unas gotas de sudor cristalizaron su frente haciéndole ver un tanto nervioso, culpable, casi sobrio.
—¡Buenos días! —Flavio, se estremeció mientras la voz femenina de la recamarera traspasaba su cabeza como cuando el arpón hiere de muerte a un pez gordo e inofensivo.
—Sí, sí…, ¡hola! —Metió la llave en el bolsillo izquierdo de su abrigo y pretendió comportarse con naturalidad. —Bu-e… Buenos días, señorita—. Contestó sintiéndose orgulloso de su actuar.
La joven de cabello negro y rizado se acercó con hospitalidad y sin desconfianza a pesar de ser un motel para pasar una sola noche y no volver jamás.
Flavio, había olvidado la billetera dentro. Por instantes el mundo se derrumbó y las pantorrillas se le endurecieron como cemento. Era una respuesta a su ansiedad. Aunque la idea de salir corriendo sin paradero llegó como un diluvio atiborrando sus pensamientos, él, se mantuvo estático como si haya echado raíces a metros de profundidad como un nogal hasta los cimientos de aquella infraestructura. ¿Con qué pretexto iba a abandonar la habitación?, ¿quién da paseos matutinos los viernes con pantalón vaquero y sandalias en una carretera que parece no tener fin…? Fueron las preguntas que nublaron sus planes matutinos.
—Estaba a punto de tocar. Esta habitación y la número nueve son las únicas que me quedan —Reyna, percibió su titubear pero no le importó.
—Quería saber a qué hora vence mi estancia aquí, señorita —Flavio, hurgaba con desesperación sus ropas queriendo encontrar la llave.
—Ya casi —Reyna, contestó como si fuera la obviedad más grande que haya dicho jamás—. Iba a tocarle pero no quise ser imprudente.
La blusa escotada y transparente atrapó la mirada de Flavio, inclusive comprobó el color de su brassiery las figuritas de corazoncitos rojos que sin esfuerzo pudo examinar. Ella acomodaba un par de toallas blancas y el juego de sábanas color caqui en el carrito de servicio mientras introducía el auricular en su oído izquierdo y comenzaba a tararear una de tantas canciones que la radio emitía. Reyna, por respeto no quiso extender más minutos la conversación, sabía que su acompañante de un momento a otro podía salir e incomodarse por aquella escena en la que ambos cruzaban sólo palabras.