En Siena, sobre los cuarenta años de edad, de tanto comerciar y trabajar había adquirido un porte grueso, a la par que bastantes riquezas, y se volvió tonto y engreído Giacoppo Belanti, que para su desventura tomó por mujer a una joven bella, de una familia del campo, sobre los veinticinco años, de nombre Cassandra, muy anhelada de Francesco, un bello joven de Firenze que siempre estuvo enamorado de ella, durante el largo tiempo que se había ido a estudiar derecho y medicina a la universidad.
Sobresaltado, por lo pronto, sin lograr desprenderse Francesco de la imagen asfixiante, al verla pasar junto a Giacoppo, en nada, ni de noche ni de día pensar podía, sino de qué modo y la vía de hacer efectivo el deseo de yacer con Cassandra, al advertir que por la mirada y las muecas de ella, aunque refrenara su amor por miedo y por los celos de su señor marido, no menos bien lo quería cerca, por apuesto y prometedor.
El peligro del juego galante le producía más pasión a Francesco, incluso si hubiera querido algo más que verla cruzar de lejos con ostensible frecuencia, pero no le quedó más remedio que, en desahogo, arrancar a Florencia a ayuntarse con Meina, una meretriz Fiorentina no menos graciosa y elegante, fragante y fresca por provenir de una casa rural de Borgo Stella, bellísima de rostro y de bastante buena apariencia, de cintura ajustada y senos caídos por abultados, de las que practican el arte amabilis, y con honestidad, harto más que las mujeres públicas.
Por contra, no actuaba de buena gana Cassandra, y no atendía a Giacoppo como esperaba él, ni cuidaba la casa, al verse casada con uno tan viejo, sin siquiera una brizna de encanto en el proceder y las maneras. Saberlo escaso de sesos la inducía a voltear la cara al montarla Giacoppo para desfogar su rabia, o al siquiera conminarla a hacerse cargo de la casa, lo que la impulsó a querer considerar nuevos partidos, y aprovechar la primera oportunidad que se presentara, con lo que sin porqué preciso, aparte del hastío, se encendió fuego donde nunca hubo carbones, y menos encendidos.
En breve, se esparcieron entre compañeros y amigos comunes las voces de la aventura de Francesco con Meina, que llegó a oídos de Giacoppo, empero amado y conocido, de modo que se tranquilizó y estuvo más contento que prolijo el pensamiento, al creer que había abandonado todo su amor el joven por Cassandra, por lo que le pareció en todo estar seguro de su respectiva mujer.
Así que permaneció a gusto Francesco con Meina, hasta que se le ocurrió una idea para disfrutar de su verdadero amor: estando sin sospecha Giacoppo, acaeció que alquiló una casa, adyacente, pero a la vuelta de la de Giacoppo, sobre una calle por la que pasaba este muchas veces de camino a sus negocios, y para alejarse del sofoco que le producía su esposa, porque no les bastaba la casa inmensa que tenía de mucho antes, para compartir como hubiera querido, ni para departir con tranquilidad.
Y se trajo a Meina, con la que acordó Francesco pagarle un dinero para que estuviera con él una cierta temporada. Contentísima, fue a Siena con tan honorable compañía, y traviesa y astuta, supo cubrir con hábito hermoso de señora las innumerables manchas de su antigua labor, y muy honesta, se mostraba disgustada de deshonestidad, y aparentaba ser una gran señora.
Algunas veces estaba en el balcón Meina, y al ver, para su fortuna, que con frecuencia le ponía buena cara, la miraba contento Giacoppo, lo que le alimentó la vitalidad y el vigor, y balbuceó para sus adentros: “¡Et questa figlia bella! Tanto tiempo que ha admirado Francesco con anhelo a Cassandra sin conseguir nunca que le hiciera una buena cara, a pesar de su juventud y belleza, y, en cambio, así de viejo, desde el principio y al cabo de tan poco me da crédito esta, inclusive más espléndida”.
No menos de altivez que de amor emocionado, comenzó a pasear más seguido y pasaba varias veces frente al balcón de Meina. Encontraba cada día el terreno mejor dispuesto, pero ignoraba encontrar el modo para confesar su amor; tanto que un día, al no verlo, y al dudar de que no se hubiera enamorado, con estupor se extrañó Bartolomea, como se hizo llamar para que no reconocieran su pasado, y se antojó de mandarle una carta con un muchacho, en la que juraba que desfallecía de calor por Giacoppo, y lo conminó a que la ayudara pronto a calmar su ardor.
No podía estar en sí más rebosante de alegría Giacoppo, y se citaron una tarde que aseguró Francesco que iba a estar con unos compañeros de la Universidad, en cierta propiedad a las afueras de Siena, por lo que una vez a solas, vociferó: “Francesco se ha quedado con la cara del perro de Mainardo, que atacaba para morder y era el primer mordido él”, aunque Bartolomea, que lo conocía, se figuraba bien dónde podía estar el joven, según la trama de sobra preparada.
Venida la tarde en la que a Giacoppo le pareció penar mil años, tras la señal que le hizo Meina, se encontró en casa Giacoppo, y no dejó de representar los papeles Bartolomea, de la que está entendida de un grandísimo amor, y lo condujo a una recámara, lo puso bajo el lecho, y le ordenó quedarse quieto hasta que mandara a dormir a una criada.
La espera de cerca de dos horas y media en las que estuvo, no desanimó a Giacoppo, hasta que retornó la Bartolomea, que mostró que sentía mucho el malestar del señor, y que con tono postizo le rogó que tuviera paciencia.
Una vez juntos, le susurró que lo hacía por amor, mientras, para fastidiarlo más, le escribía el rostro con las uñas, ora lo hacía voltear los ojos y ponerlos blancos del furor, y varias veces lo mordió hasta imprimirle las marcas de los dientes y hacerle salir sangre; pero al apreciar que no amainaba el delirio, y que avivaban las mortificaciones el deseo, sucumbió a su vez a la pasión y accedió a saciar la insistencia y firmeza de Giacoppo, aunque tal vez fuera por conmiseración.
Fehaciente enamorado el Giacoppo, no solo quieto y paciente se estaba, mas le parecía tocar el cielo con el dedo, y hacia hasta lo imposible al punto de colmarla de placer.
Adicional a esto, abatido, y más muerto que vivo, con cara de que venía del paraíso, se comportaba con la mujer mejor en un día de lo que en todo el año con Cassandra, la llenaba de regalos, la llevaba a pasear, y la atiborraba de los manjares de una princesa.
Sorprendida Bartolomea, que así se quedó para siempre, siguió acogiéndolo todo el año, y muy bien arañado y mordido, a casa volvía Giacoppo, aunque, por supuesto, le tenía sin cuidado a Cassandra, práctica que duró muchos meses.
Entretanto, alardeaba de la felicidad y se jactaba con frecuencia él, en un círculo de amigos, sobre todo ante los jóvenes: “Tengo la sensación de que, asimismo, el arte sólo se alcanza en la vejez. Divagan todo el tiempo, sin nunca resolverse. De poco para acá, me aconteció una grandiosa ventura, con la que no se puede competir”.
Un buen tiempo estuvieron así las cosas hasta que llegó la cuaresma, por lo que, agotada de encubrir a Francesco, aunque sin fingir ya el amor, rogó Bartolomea a Giacoppo que la dejara descansar, tanto al menos, pasaran los días santos, pues había que atender el alma, bien que le parecía arduo tener que pasar un rato sin él.
Sin cura para su pesar, al volver a casa y hallar que cenaban Francesco y Cassandra, aligeradas las ropas, agobiaba tal tristeza a Giacoppo, que apenas si soltó con la mano un saludo despectivo, y prosiguió a su recámara, para postrado, tenderse en el lecho.
Supo morderse los labios Giacoppo de la cuaresma al corpus christi, y aparentar distraerse con sus amigos, que harto se burlaron de su conquista, pero el día de los santos, a falta de alguien que la amara y valorara sus destrezas, regresó apenada, pero segura de sus sentimientos Bartolomea, a la que, tras contarle los pormenores de la intriga de Francesco, siguió amando Giacoppo hasta la sacietà.
Por lo demás, anduvieron las cosas de maravilla entre Cassandra y Francesco, con más caricias que rasguños, en la casa contigua, y la disfrutó el joven mientras terminaba los estudios, tras de lo cual, desvanecida la obsesión, no fue capaz de llevársela consigo a Firenze, y la abandonó por otra más acorde a su posición.
A su vez, no tan herida como desilusionada, se sintió mejor de liberarse de un detestable fiorentino, que de su señor sienes, y deseó amar con propiedad Cassandra, más que ser amada, y por su situación, buscó trabajo en una taberna, para terminar por aclararse el pelo y convertirse una honesta cortesana, al principio acompañada de jóvenes compositores, artistas y poetas, para pronto, servir a varios señores, de modo que con frecuencia se cruzó con Giacoppo, no sin saludarse con aprecio, al punto de invitarlo a su lujosa casa, que obtuvo por vender su placer con dosis bien medidas, en la ciudad, y en el ducado.
El desprecio esconde la admiración.