El silencio me despertó. En mis sueños aún escuchaba sonidos -al parecer mi subconscienteno había tenido tiempo de ajustarse el cambio-, pero cuando éstos comenzaban a desvanecerse, era señal de que regresaba al mundo consciente. Giré un poco mi cuerpo, reconociendo el familiar dolor de espalda por haber pasado la noche en el suelo frío. Y me abrumó el húmedo olor a musgo. Me senté. Los rayos del sol me lamían la cara a través del ralo follaje de los árboles; deslumbrado, miré hacia arriba. Sonreí. Se encontraba en su rama de siempre. El plumaje rojo brillante se inflaba y desinflaba rítmicamente mientras el pájaro entonaba una melodía que yo no escuchaba; no era necesario que la escuchara, por color del plumaje me bastaba para saber que se trataba de un ruiseñor. Me apoyé en la piedra que tenía a un lado y con el brazo jalé mi pierna derecha, LaMuerta, hacia arriba. Tras un trastabilleo logré mantenerme en pie –seguro que ya se ha levantado el ciego- pensé. Lentamente y arrastrando a La Muerta llegué a la sala de televisión, como me gustaba llamarle. En realidad ni siquiera tenía una televisión. Lo que sí tenía era uno de los asientos del avión, semidestruido y un poco descolorido por el sol,los restos humeantes de una fogata, y algunos pedazos de conejo crudo y medio mordido. De golpe me dejé caer en el asiento y extendí el brazo para alcanzar el contenedor. Bebí los últimos tragos de agua mientras observaba detenidamente la cima del cerro.
Como todas las mañanas, fue el canto de un ave lo que me sacó del sopor. Mantuve mis ojos cerrados mientras tarareaba en mi mente las notas de su melodía. A gatas y por entre la hojarasca seguí el sonido de su canto. Cuando sentí estar debajo de su rama apreté los ojos con fuerza -Este es el día- pensé. Los abrí. Nada. Los cerré. Los abrí. Nada. Nada aparte de los fuegos artificiales que me persiguen desde aquél día. En mis sueños aún veía imágenes -al parecer mi subconsciente no había tenido tiempo de ajustarse el cambio,- pero al despertar… no sé cómo explicarlo. Es como cuando uno se talla los ojos con fuerza y empieza a ver un psicodélico desfile de colores y formas. Algo así, pero perpetuo. Era molesto. Tan molesto que al principio por instinto cerraba los ojos para que desapareciera. Pero seguía ahí. Con los días aprendí a ignorarlo, sobre todo si me concentraba en escuchar los sonidos a mí alrededor. Un arroyo, luego una cascada, el viento entre las ramas. Y el ruiseñor. No soy experto en cantos de aves, pero estaba seguro que ese era el de un ruiseñor. Por esos días aún guardaba la esperanza de que al despertar y abrir los ojos mi vista habría regresado.
Entonces vería al ruiseñor con su plumaje pardo.
Según mi rudimentario calendario, hoy se cumplen dos meses en este bosque. A veces pienso que estoy muerto y este no puede ser otro lugar más que el infierno. Hace siete meses desperté aquí inmóvil, aturdido, y ensangrentado. A mí alrededor había caos, humo, piezas metálicas y cadáveres. Esa mañana había abordado el avión que me llevaría al lugar “dónde siempre debí estar”. ¿Aquí? Ese día bauticé a mi pierna derecha: La Muerta. Lo supe en cuanto la vi prensada entre dos piezas de chatarra aérea. Logré liberarla pero ya era otro más de los cadáveres a mí alrededor. Me arrastré por horas hasta que decidí que lo más sensato era dejar que la tierra me reclamara. Se lo pedí tantas veces que me escuchó. Cerré los ojos. No sé por cuando tiempo; el suficiente para que las sabandijas pulularan a su antojo en mis oídos y garganta. Entonces lo vi a lo lejos, en la cima del cerro. Muy cerca de la cascada. Se tambaleó unos metros, tropezó. Extendió los brazos. Se arrastró. Un sobreviviente.
Me tomó algunas semanas y los pocos frascos de antibióticos que encontré entre los escombros para poder librarme de la infección provocada por las alimañas. Recuperé mi fuerza alimentándome de bayas y hongos y bebiendo agua del arroyo. Lo que jamás regresó fue mi oído y mi habla. La infección destrozó mis cuerdas vocales y quedé atrapado en un mundo de silencio. Cada día me arrastraba un poco más cerca del cerro en dónde había vislumbrado al sobreviviente. De vez en cuando éste aparecía tropezándose cerca del borde. En vano traté de gritarle. Para llamar su atención le lancé rocas. Le rozaron el cuerpo. Su reacción fue extraña: giró como loco, como si no supiera de dónde venían. Lo vi gesticular. Su rostro reflejaba una combinación entre terror y esperanza. Encontré un pedazo de cacharro y comencé a golpearlo con una roca. El sobreviviente giró; su mirada en dirección hacia donde yo estaba. La esperanza se apoderó de mí por un segundo, el segundo que me tomó darme cuenta de que el sobreviviente permanecía completamente inmóvil. ¿Cómo era posible? Sí, yo me encontraba a varios metros abajo del cerro pero era imposible que no me viera, a menos, a menos que… Golpeé el cacharro con más fuerza. Una mueca de desesperación desfiguró el rostro del ciego.
Todas las mañanas veo al ciego acercarse al borde. Algún sonido le llama la atención. Se queda ahí, en el suelo, atento. Luego desaparece. Lo veo 3 o 4 veces al día. Al principio me preguntaba cómo es que nunca había resbalado del borde del cerro. Un día lo vi dibujando un perímetro con la rama que utiliza como bastón. Después estuvo empujando troncos y partes del avión para crear una barrera de la que nunca se sale. He pensado en subir el cerro para llegar hasta él, pero creo que La Muerta prefiere vivir aquí abajo. De vez en cuando golpeo el cacharro para que no se olvide de que sigo aquí; me gusta ver como se sobresalta y se le llena el rostro de esperanza. El ciego y yo habitamos en distintas dimensiones, pero en ocasiones éstas se cruzan, como el día del incidente del jabalí.
Estaba seguro que había alguien o algo ahí. En los meses que llevaba en este bosque jamás había sentido una presencia tan cerca. Concluí que si fuera otro humano éste ya hubiera hablado. Me quedó suponer que era un animal. Ya había escuchado a lo que imaginaba que eran conejos o ardillas merodeando a mí alrededor, pero si este era un animal, seguro que era más grande que una ardilla. Me mantuve inmóvil durante un largo tiempo hasta que decidí avanzar. Las hojas crujieron debajo de mis manos y mis rodillas, cuando de pronto me detuve en seco. Podía sentir el aliento de un ser a menos de 30 cm de mi rostro.
El helicóptero de rescate se elevó por los cielos. De los cincuenta pasajeros que iban en el avión, los rescatistas encontraron sólo a un sobreviviente. Después de tres meses en el bosque, éste se encontraba severamente deshidratado, desnutrido e insolado, pero además sufría de una condición producto del accidente que hacía aún más increíble su supervivencia. El sobreviviente insistió que había alguien más vivo en el bosque y se negó a marcharse hasta que los rescatistas lo encontraran. Se realizó una búsqueda exhaustiva pero además de los restos oxidados del avión y los cadáveres en estado de descomposición avanzada no se encontraron rastros de que alguien hubiera tenido actividades ahí. El sobreviviente tuvo que ser sedado para que pudieran ponerle en el helicóptero. Mientras en helicóptero ascendía, un pájaro de rojo plumaje se posó sobre la rama del árbol más alto. -Mira, hace tiempo que no veía a un ruiseñor- comentó uno de los rescatistas. –No es un ruiseñor amigo. ¿Qué no ves las plumas rojas? Se trata de un cardenal.
Semblanza:
Silvia Piñera (1993, Durango.) Estudiante de arquitectura del Instituto Tecnológico de Durango. 1er lugar en el Concurso de Cuento Corto del ITD en 2016 y 3er lugar en 2017. Presentación de creación literaria en el Festival Nacional de Arte y Cultura del Tecnológico Nacional de México (Querétaro, noviembre 2016). Colaboración con textos en Cultura Colectiva y en editorial Rojo Siena.